El pupitre

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Existe una repentina y desmedida preocupación por el tamaño de los pupitres de los escolares. Uno, por supuesto, la comparte. ¡Cómo no condenar tal aberración!. Dicen los expertos en la materia que la media de estatura se ha incrementado en dos centímetros desde mediados del siglo XX hasta ahora, y que esta circunstancia no ha tenido el conveniente reflejo en el tamaño del mobiliario en las aulas.
 
El problema, muy efectivamente, no es baladí porque, dicen estos expertos, puede tener graves repercusiones en la salud física de las delicadas mentes del futuro, al verse obligados a ocupar tan mínimos habitáculos durante las larguísimas y durísimas horas lectivas. En este momento, uno recuerda a un compañero de clase, repetidor de alcurnia en la época del despertar, y poseedor de una poblada y cerrada barba, motivo de admiración de todos y cada uno de sus circundantes, cuyo varonil rastro era imposible de ocultar.
 
Era este compañero un hombre mientras uno estaba aún a medio hacer. Más alto y más fuerte que cualquier profesor, con la voz más grave, un hombre sentado a un pupitre de niño. Pero nunca se quejó. Y no fue el único que no lo hizo, a pesar de tamaña injusticia.
 
A veces se siente una profunda tristeza al recordarle. Casi tanta como ver a los altísimos niños actuales (¡dos centímetros más que hace cincuenta años!) sufrir la tortura a la que se ven sometidos día tras día por los mismos pupitres anacrónicos de tiempos inmemoriales.
 
Porque tienen razón los expertos. Toda la razón, pues no hay más que ver el patético desfile diario de hombres renqueantes por las calles, por culpa de los potros de castigo sobre los que aprendieron en su infancia. Quemémoslos de una vez por todas. Los niños no se merecen semejante suplicio.
 
Sillones anatómicos. Eso es lo que necesitan. Acordes a los tiempos. Y si es posible con automasaje incluido para ayudar a que sus tiernos cerebros piensen con mayor fluidez. Y nada de incómodas mesas planas destructoras de vértebras cervicales y lumbares en las que haya que inclinarse para escribir. Ordenadores táctiles (así no hay ni siquiera que escribir y las manos y los dedos y los brazos no corren peligro de sufrir futuras lesiones) en soportes extensibles y adaptables al tamaño del alumno. Como debe ser.
 
¡Ay, si aquel pobre compañero hubiera tenido unas condiciones similares a las que aquí se refieren! Hoy sería un hombre de provecho y con la espalda recta, en lugar del más que probable degenerado, amén de jorobado, en el que se habrá convertido. Como uno mismo, y puede que cómo usted, amable lector, un tullido y un depravado sin suerte por culpa del cruel pupitre decenario. Pero, por inmensa fortuna, eso ya es historia o está próximo a serlo, gracias a la nueva hornada de expertos que velan por nosotros sin ni siquiera pedirlo.

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