Reviviendo con imaginación literaria los tiempos de ayer

La indignación de Catalina Foulard

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"Caballero, no estoy acostumbrada a tanta grosería”, me dice mi amigo Recesvinto Coronas que le advirtió Catalina Foulard, vieja duquesa de Mostrencos, agitando su encantadora cabecita cana, al tiempo que alzaba el ensortijado índice diestro y esbozaba un rostro de rotunda indignación.

“Considere que soy dama de alta cuna y excelente alcurnia; desde mi más tierna infancia tuve el privilegio de desayunar con cucharilla de plata y ya llevaba bordado el escudo heráldico en toda mi vestimenta’, añadió, orgullosa de su exquisita educación y de haber frecuentado los círculos más refinados”, continuó Recesvinto. “Pero, ¿por qué se había enfadado Catalina Foulard, Ignacio? ¿Qué le había ofendido en mi comportamiento? ¿A cuento de qué venía esa introducción biográfica en la que se regodeaba complacientemente y que a mí se me antojaba extemporánea e incluso ofensiva, pues no dejaban de correr en mí machadianas gotas de sangre jacobina?”, concluyó mientras yo sonreía, pues ¿cómo imaginar jacobinismo alguno en alguien con tal nombre y semejante apellido?
 
“Yo conocía secretos inconfesables de la duquesa, asuntos delicados respecto a su vida amorosa, affaires económicos relativos a la nada ortodoxa administración de sus bienes, sospechosamente incrementados desde hacía años –me refirió Recesvinto Coronas, misterioso–. Sabía del malestar de su marido, cornudo complaciente y resignado, incapaz de adoptar una postura de fuerza y poner un punto de seriedad a su frívola existencia, hecha de aburrimiento y cocaína. Gentuza decadente, horra de todo escrúpulo que en otros tiempos habría sido carne de paredón y cuello de guillotina –siguió, y ahora sí que parecía un rabioso sans-culotte–. Pero Catalina siempre fue una campeona de la simulación, actora frustrada que quiso sumarse a los vanguardistas lorquianos de La Barraca en tiempos republicanos y cuyo padre cercenó con rotundidad su pretensión de emular a la Xirgú.”
 
“Ay, impresentable duquesa de Mostrencos, qué lejos quedaban los tiempos en que tantos madrileños bebieron los vientos por ella, cuando era una beldad cuya fama llegaba hasta París y sus descarados encantos la asemejaban a veces a una cortesana ducha en las más curiosas y divertidas artes amatorias, a pesar de su juventud –recordó mi buen amigo, retrotrayéndose a tiempos nefastos y prebélicos–. Dicen que Ortega, enamorado de ella, pensó dedicarle Las meditaciones del Quijote; ya se ve que el raciovitalista perseguía también a su Dulcinea. Y Azaña preguntaba a veces a alguno de sus ministros, con picardía de putañero redomado, si era cierto todo lo que se contaba de la duquesa. Hasta se llegó a rumorear en Madrid que Alfonso XIII, antes de que llegara la niña bonita, fue amante suyo y que le regalaba costosas joyas –amatistas, diamantes, zafiros– que ella besaba con lujuria de monárquica encantada con las prendas de Alfonsito.”
 
“No sé si será cierto todo lo que se cuenta de Catalina Foulard. La última vez que la vi no era más que un fantasma casquivano que buscaba el sol en la Costa Azul, acompañada de algún gigoló. Qué triste me pareció entonces aquella mujer, qué desgraciada y, a pesar de ello –o quizá por ello–, se aferraba orgullosamente a sus días del pasado, pues el presente, a qué negarlo, ya no le ofrecía sino continuas frustraciones –se apenó Recesvinto: su gesto revelaba una extrema pesadumbre–. Se precipitaba hacia la tumba en pésima compañía, por lo tanto, en medio de una soledad espantosa. Mas, al fin, todos estamos solos y así moriremos, en esa escena de un único protagonista, como creo que escribió Montaigne.”
 
“Por cierto, ¿por qué se ofendió tanto la duquesa aquella tarde? ¿Por qué se sonrojó de aquel modo, casi escandalizada?”, le pregunté. “No lo sé –dijo–. Tal vez fue por no cederle el paso en una puerta, por no haberle ofrecido un cigarrillo, por no empapar mi pañuelo en las mínimas gotas de su frente maquillada…, quizá por haberme peído involuntariamente en su augusta presencia. Quién sabe, quién sabe…”.

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