La LOGSE, la verdad, desaprueba tales métodos

Bofetada redentora y psicópatas con galones

En un súper, un padre hace cola con su hijo de unos seis añitos. El nene se pone imposible, chilla, llora, patalea… El padre acaba propinándole un bofetón. ¿Cómo reacciona la gente? ¿Que relación puede tener ello con los psicópatas que vuelven de la guerra de Irak?

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PHILLIPE RANDA
Hace unos días, esperaba que me dieran el cambio en la caja de un súper. Detrás de mí, un padre intentaba calmar la convulsión, luego la rabia, luego los gritos estridentes de su hijo, un crío de unos doce años. ¡Después de haber intentado en vano todos los argumentos posibles e imaginables a fin de que el chaval entrara en razón, fue pasando poco a poco de la explicación racional a la amenaza de castigos, luego, por último, a una inminente intervención física. “¡Te voy a dar una!” Agotada su paciencia y molesto por lo que mucho que estaba fastidiando a los demás, el padre pasó del dicho al hecho. Un sonoro bofetón le hizo comprender a su Terminator de pantalones cortos la justa medida de las cosas y la necesidad de calmarse en la vida en sociedad.
Quedé aliviado, lo admito. Pero me quedé solo, por lo que parece. Los demás de la cola fusilaron con su mirada al monstruo que acababa de expresar de tal modo su animal brutalidad. De pequeño latosillo patentado, su retoño acababa de adquirir de pronto el estatuto de víctima de una violencia ciega, objeto de incalificables malos tratos, como si se tratara de uno de estos hijos de padres sádicos, a los que queman con cigarrillos, golpean su cabeza contra las paredes, los acribillan de puñetazos, de patadas, les arrean latigazos con el cinturón, los dejan escaldados, lisiados, con la piel, las uñas, los cabellos arrancados…, mientras los mantienen, según algunos, encerrados en lóbregos, húmedos sótanos, o hasta en la perrera en el caso de los padres más graciosos…
Tanto monta, monta tanto, de la conveniente bofetada a la tortura organizada, ¿no? Todos los psi-puñetas lo confirmarán: es ésta, incluso, la razón de ser de su bien remunerada profesión.
El abofeteador padre de familia, considerado a partir de entonces como un potencial Enemigo de la Humanidad, agachó la cabeza y me pareció que estaba a punto de huir, abandonando quizás a su víctima tras de sí, a fin de tener mayores probabilidades de escaparse del linchamiento que le acechaba.
Su súbita desazón me dejó descompuesto y me lancé a su ayuda con un: “¡Los buenos viejos métodos han probado su eficacia!”, articulé plácidamente. ¡Desdichado de mí! Me convertí entonces en más culpable aún que él, puesto que aprobaba lo incalificable. La prudencia me aconsejó no insistir.
Por suerte me tocaba ya el turno. Pagué a la cajera, recogí mis compras y me largue del súper antes de que me arrojaran los perros o tocaran a rebato para perseguirme.
Aquella misma noche había estado viendo En el valle de Elah, una película sobre las consecuencias de la “Operación Iraqi Freedom” en los Estados Unidos. Un oficial jubilado intenta encontrar a su hijo, un veterano de Irak, que ha desertado poco después de regresar al país. Conforme avanza su búsqueda, va descubriendo que tanto su hijo como sus camaradas regresan no poco perturbados del país de Saddam. Digámoslo más claro: regresan más chalados que una cabra.
La mayoría se fueron alegres y felices para salvar a viudas y huerfanitos en Bagdad. Vuelven ahora más psicópatas unos que otros: drogados, alcohólicos, listos para violar, para cometer crímenes y torturar. Una forma como otra de pasar el rato…
“Desde su comienzo —escribía Isabelle Regnier en Le Monde, En el valle de Elah se presenta como una película pacifista, con un trío de actores que figuran entre los más politizados de Hollywood: la infatigable Susan Sarandon, conocida por sus virulentas posiciones contra la guerra de Irak, Tommy Lee Jones, amigo de Al Gore y entusiasta demócrata, el atractivo Charlize Theron, que habla regularmente en favor de distintas causas.”
De acuerdo, la carga política es evidente, pero lo indudable es que esta guerra de Irak parece producir sobre sus protagonistas las mismas consecuencias psicológicas que la de Vietnam … Me di cuenta entonces de que había leído numerosos relatos militares sobre la Primera y Segunda Guerra Mundial, sobre la de Argelia, sobre la guerra civil española, así como sobre otros destacados conflictos, y no me parecía que ninguna de estas guerras hubiera generado parecidas consecuencias psicológicas. 
Telefoneé entonces a un amigo médico, esporádico historiador —o al revés, uno ya no sabe— para hacerle algunas preguntas al respecto. Su respuesta fue contundente: “Mira, yo adoraba a mi padre, de quien guardo el más maravilloso de los recuerdos, pero durante toda mi infancia sabía al levantarme por la mañana que muy probablemente me iba a atizar una antes de que terminara el día. Era así: algo indudablemente merecido y terriblemente inevitable. Ocurría igual con todos los de mi generación… En cambio, los jóvenes que en aquellos años se fueron a luchar al Vietnam o los que van al Irak actual son grandes niños un poco atrasadillos que se han criado entre algodones. Sólo conocen, de la existencia, la comodidad, la seguridad y la asistencia permanente; desde su nacimiento andan inmersos en el mundo virtual de la tele, del cine y, ahora, de los videojuegos. Están impregnados de utopías humanitarias, los buenos sentimientos les rezuman por todos sus poros… ¡y he aquí que, de repente, se las tienen que ver con poblaciones cuya mentalidad es la misma que la que tenían en 1900 los norteamericanos o los europeos! El choque es terrible, ¡y produce forzosamente psicópatas a porrillo!…”
No voy, desde luego, a agravar mi caso adhiriendo a consideraciones tan políticamente incorrectas, de modo que no daré a entender que el padre abofeteador al que tan imprudentemente aprobé quizás evitó, a su manera, una futura preocupación más a la sociedad.

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