Sobre el último libro de Bernard-Henry Lévy

La izquierda caviar y el filósofo escénico

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RODRIGO AGULLÓ
 
Todo discurso ideológico necesita iconos de carne y hueso. El discurso de los poderes hegemónicos ha tenido durante casi tres décadas a uno de sus más fotogénicos paladines en la persona de un filósofo y escritor francés: Bernard-Henry Lévy (“BHL”, nombre de marca).
 
La “invención” de BHL tuvo lugar en París en los años setenta, cuando la industria del prêt-à-porter intelectual facturó una corriente de pensamiento bautizada como los “nuevos filósofos”, con BHL como figura de proa. Hace ya muchos años este perejil de todas las salsas mediático-bienpensantes ganó en España cierta notoriedad, cuando pasó por los platós del recordado programa de José Luis Balbín “La Clave”, y con el desparpajo de sus veintitantos años le propinó una espectacular somanta dialéctica a un desprevenido Santiago Carrillo (por aquel entonces intocable rey del mambo de la Transición), de la que el líder comunista salió tambaleando y pidiendo árnica. Y es que la fuerza original de los “nuevos filósofos” consistía en la denuncia radical del carácter totalitario y criminal de los regímenes comunistas. Algo para lo que tampoco había que ser un genio, pero que, dicho en aquel entonces por un grupo de “jóvenes airados” de la izquierda, podía tener su gracia.
 
Lo que los nuevos filósofos venían a escenificar es la ruptura del izquierdismo sesentayochista con el marxismo. La sustitución de las ásperas rigideces del materialismo dialéctico —y sus fastidiosas luchas de clases— por la nueva religión de los derechos humanos, el liberalismo libertario y sus corolarios de buen rollito y consumismo a gogó. La verdadera originalidad del grupo consistía en que, en vez de llamar a las cosas por su nombre, reprochaban al comunismo el ser una especie de “fascismo rojo”, y por lo tanto condenable junto al “fascismo pardo”. Con esta gentil pirueta terminológica descargaban a la izquierda de una embarazosa herencia, al tiempo que preservaban su inmaculado nombre. Y de paso, “fascista” pasaba a ser todo lo que no les gustase. Todos fascistas, pues. Y así, tres décadas se han pasado denunciando al fascismo.
 
En la estela libertaria de la nueva izquierda, estos “nuevos filósofos” partían de una denuncia sumaria del poder, todo poder, como algo intrínsecamente perverso. Pero ello no les impidió monopolizar durante años el poder mediático, cultural y político, a través de su fructífera colusión con los poderes establecidos en la economía, los medios y la política. Un ameno tiovivo de prebendas, favores y gentilezas mutuas. Filósofo de corte, showman y capitoste mediático, el genio de BHL está en su dominio de la puesta en escena, en su peculiar personificación del arquetipo del intelectual engagé en la sociedad del espectáculo. En perpetua pose de j´accuse, y con una troupe de fotógrafos y estilistas zumbando a su alrededor, este antifascista profesional es uno de los que más han hecho para ahogar todo debate de ideas en un piélago de admoniciones y condenas morales, siempre desde las bambalinas de los poderosos. En cuanto al contenido de su obra, ésta es la demostración de que el medio es el mensaje: verbosidad catequística y pedagógica, banalidades en brillante envoltorio de papel couché. Todo muy en consonancia con el personaje. Que conceptualmente sea una boñiga, poco importa si está bien presentada y perfumada. Al fin y al cabo es francesa.
 
La última deposición de BHL se titula Ce grand cadavre à la renverse,algo así como “Ese gran cadaver caído de espaldas”. Se refiere a la izquierda. La cosa se inscribe en esa literatura jeremíaco-ombliguista de la izquierda que se autoanaliza, tan frecuente desde la caída del muro de Berlín. No tendría mayor importancia si no fuera porque nos ofrece una buena síntesis sobre la autopercepción de esa izquierda post-sesentayocho que viene moldeando la cultura hegemónica desde hace años. Nos ofrece una síntesis de cómo la izquierda caviar se piensa a sí misma. Y, además, ofrece algunas pistas sobre determinadas evoluciones ideológicas que apuntan al futuro.
 
¿Por qué BHL se proclama de izquierdas? Resumiendo, por una razón sentimental: la izquierda es su familia. Y lo es porque en su conciencia —en la de BHL— se agitan un conjunto de imágenes, un conjunto de hechos y un conjunto de reflejos.
 
El conjunto de imágenes: el Frente Popular francés en 1936, la revolución de los claveles portuguesa en 1974, escenas de agitación en Italia y en México, los bombardeos y el sufrimiento en Bosnia. El compromiso por un mundo mejor.
 
Los hechos: el recuerdo de Vichy y la colaboración. La guerra de Argelia. Mayo del 68. El Affaire Dreyfus (Zola pronuncia su célebre J´accuse). Es decir: la rebeldía frente a la injusticia.
 
Y los reflejos. Un conjunto de “antis”: anticolonialismo, antirracismo, antifascismo. Y varios “a favor”: el sesentayochismo, los derechos del Hombre, la defensa del individuo por el Derecho y la Justicia (lo que en la cultura política francesa se denomina “dreyfusismo”).
 
Estos reflejos, según BHL, deben combinarse por toda persona de izquierdas en las proporciones justas. Por ejemplo: un anticolonialista no suficientemente antifascista o no suficientemente pro-derechos humanos se mostraría indiferente ante las tiranías tercermundistas. Un sesentayochista (“prohibido prohibir”) no suficientemente antifascista relajaría la vigilancia ante las trasgresiones de la corrección política, o sea ante la expresión de ideas inconvenientes (“fascistas”, “racistas”, etc.).
 
Y así sucesivamente. Las combinaciones son múltiples, y dan lugar a una complicada casuística, con un hilo orientador que pasa por el magisterio moral de BHL, a cuyas instrucciones todo ciudadano bienpensante queda emplazado. 
 
Hemos dicho magisterio moral, porque lo que BHL hace no es más que moralismo. En efecto, vemos que, según sus tesis, ser de izquierdas consiste básicamente en: A) una actitud sentimental (las “imágenes” recurrentes y los sentimientos que nos provocan). B) el recurso a un pasado que no pasa —la “Memoria histórica”. C) un batiburrillo que termina condensándose en un gran “Anti”: el “antifascismo”. En resumen: sentimentalismo, las batallas del abuelo y antifascismo. Instrumento este último —el antifascismo— un tanto antidemocrático, puesto que se utiliza sistemáticamente para descalificar al discrepante, ya sea de derechas o de izquierdas. Y es que esta izquierda “moral” habla en nombre de la humanidad. Y aquel que la contraríe en algo, se coloca fuera la humanidad. Y al lado del fascismo. En palabras del propio BHL, “el que ataca a BHL, en realidad ataca a algo más”. Pues claro que sí, BHL: ¡al género humano!  
 
La indignación moral de BHL se revuelve —en el libro citado— contra la izquierda de nuestros días, a la que el autor acusa de estar “enferma de derechismo” (y como no, de “fascismo”). Y ello, por haberse despistado en la correcta combinación de los ingredientes arriba señalados. 
 
Para BHL, la izquierda actual es un “campo de ruinas”, porque tras haber roto con una de las versiones de la tentación totalitaria, el comunismo, ha caído de lleno en otra tentación totalitaria: la extrema derecha. La izquierda actual es víctima de: su fascinación por la nación y la bandera, de su antieuropeísmo, de su antinorteamericanismo, del antiliberalismo, del antisemitismo y del islamo-fascismo. BHL se revuelve contra los altermundialistas, contra los partidarios de Hugo Chávez y Evo Morales. Llama cretinos a los que dicen que defender la nación y la bandera también puede ser de izquierdas (tiene una curiosa obsesión con esto de la nación y la bandera, aunque parece que no tanto si se trata de las de Israel o de Estados Unidos). Lanza sospechas contra filósofos como Slavoj Zizek (¡por marxista! -como es sabido Marx era “reaccionario” a fuer de hegeliano), contra Braudillard (¡por criticar a Estados Unidos!), contra Sloterdijk (¡por recuperar a Carl Schmitt!). Si todos hacen juego al fascismo…, ¿serán fascistas?
 
BHL carga con especial énfasis contra el antiliberalismo de la izquierda. Señala que el verdadero liberalismo nunca defendió el mercado desregulado, y que por el contrario exige reglas y pactos: ¡“el liberalismo no es el mercado, es el contrato”! (voilà la fórmula). Con ello, se evita la complejidad de tener que distinguir entre diferentes tipos de liberalismo (político, económico, social, cultural), se carga varios siglos de historia intelectual, y de paso sitúa fuera del liberalismo a Hayek, Milton Friedman, Von Mises y a la Escuela austriaca.
 
En una cosa, BHL sí es mucho más coherente que gran parte del resto de la izquierda caviar: en reivindicar sin complejos la filiación izquierdista de Adam Smith, Rousseau, y del liberalismo en general. Para BHL, la auténtica bandera de la izquierda debería ser arrancar “el buen liberalismo” de las garras de la derecha. Pero es que esa tradición de “buen liberalismo” y de Estado de bienestar ya fue asumida hace más de un siglo por la derecha. Y si ésa es toda la bandera de la izquierda, ¿quieres entonces explicarnos, BHL, dónde está en la práctica la diferencia con la derecha? ¿En una colección de “imágenes” y “reflejos” sensibleros? ¿A qué viene seguir dando la monserga con la izquierda? Al menos, otros compadres de los “nuevos filósofos” (como André Glucksmann) ya han sacado sus conclusiones, y han pasado a apoyar a Sarkozy.  
 
Sabemos en nombre de qué BHL se indigna tanto: en nombre del sueño libertario sesentayochista de individuos emancipados y autónomos. El ideal cosmopolita de democracia cívica y sujetos racionales, emancipados de todo lastre identitario en un universo nómada. Un proyecto luminoso que no acaba de cuajar, porque está cortado a la medida de unos cuantos privilegiados. Y lo que tenemos, un mundo convulso con sus desigualdades, su desamparo ético, sus afanes de identidad y su islamismo-fascismo bajo las mismas narices de todos los BHLs de turno, es en gran parte la hechura de esa izquierda divina que lleva décadas ejerciendo el monopolio cultural e impartiendo doctrina. ¿Y qué? ¿No quedamos en que el sesentayocho venía a cuestionar todos los valores establecidos? ¿Y qué esperaban ellos, los sesentayochistas? ¿Acaso ser intocables?
 
Personajes como BHL, si no existieran, habría que inventarlos. A través de sus anatemas y excomuniones, señalan en cada época, con la precisión de una brújula, la vía de salida de los campos trillados del conformismo mental. Y usted, querido lector, que es persona de espíritu inquieto, al que le atrae el olor a azufre, seguramente ya habrá sacado su conclusión. Habrá que leer a Zizek, a Sloterdijk o a Braudillard.

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