MARCO TARCHI
Nunca nos pondremos suficientemente en guardia contra el riesgo que implica una hegemonía cultural liberal para todos aquellos que, de corazón, defienden la libertad de pensamiento. Nuestro temor es verdadero, sentido, razonado y motivado, y nada tiene que ver con las infatuaciones fanáticas de losnostálgicos del totalitarismo o las manías de protagonismo de algún amante del calembours, que espera calmar la carencia de ideas agitando los espíritus. Por eso nos hemos declarado siempre post liberales, es decir, interesados en encontrar fórmulas que pongan remedio a las insuficiencias de esta doctrina, y no anti liberales, pues aclaramos que nuestra aversión a la ideología liberal -hecha de individualismo, egoísmo social, economicismo, utilitarismo, indiferencia por los valores trascendentes e insuficiencia de sentido cívico- se debe a que, en los hechos, no casa con el respeto de las libertades civiles y políticas. Desde nuestro punto de vista, estas libertades deben estar sancionadas por la existencia de un consenso popular no manipulado, así como de mecanismos de control de las acciones del gobernante desde las bases, y ello en todos los niveles, incluido el de la legitimidad del poder. En otras palabras, es hacia el terreno del ´liberalismo real´ adonde apuntan nuestras críticas y propuestas de alternativa.
Desde hace decenios, quienes se proclaman liberales vienen provocando situaciones -en la vida cultural, social, política y económica de muchos países- ante las cuales debemos esforzarnos por reaccionar, aun soportando a menudo caricaturizaciones, difamaciones, marginaciones y acusaciones infundadas de cultivar inconfesas nostalgias por los regímenes no liberales, que también hemos sometido a crítica. Son muchos los motivos que nos empujan a seguir denunciando aquello que ya se está afirmando como el credo obligatorio del Occidente moderno, el pensamiento único bajo el cual serán educadas las futuras generaciones. El primer motivo, en orden de importancia, es el recuerdo, todavía candente, de las heridas causadas por la precedente hegemonía, aquella que en el plano intelectual se llamaba marxismo y en el terreno político se denominaba comunismo. Habiendo combatido en primera persona aquella dictadura, la franja generacional no conformista que afrontó el conflicto de ideas en los años sesenta sabe cuán duro es sufrir acusaciones y exclusiones; sabe qué dolores provoca soportar afrentas y persecuciones injustas que quedan impunes, y por ello mismo no quiere repetir la experiencia.
Quien ha sabido apreciar el sabor del pluralismo, en contraste con las opresiones –pequeñas y grandes- de las que ha sido víctima o testigo por lustros, no está dispuesto a renunciar a él fácilmente, y no se impresiona si el color de la casaca del patrón cambia más o menos imprevistamente. Se equivoca -incluso de buena fe- quien, entre los viejos compañeros de ruta, se ilusiona de tener algo que ganar pasando de Marx a Bentham o de la nomenklatura a David Ricardo. Una hegemonía ideológica permanece como un sistema de poder cerrado y opresivo, fisiológicamente intolerable, que termina por imponerse tanto a la inteligencia como a la buena voluntad de los individuos. Como los comunistas, los liberales están convencidos de poseer no solo la mejor fórmula para garantizar la convivencia humana y la ´felicidad del mayor número´, sino de ser la única solución aceptable.
Por eso tratan a quienes sostienen puntos de vista diferentes como un ferviente cristiano trata a un pecador empedernido: a veces con compasión, a menudo reprobándolo, otras veces con santa indignación, infligiendo penitencias para salvar el alma del descreído. Las ideologías con pretensiones universalistas, desde este punto de vista, son más parecidas entre sí de lo que generalmente creemos. Quien duda se equivoca. Y a cuantos prefieren el despotismo intelectual de los liberales al de los marxistas, satisfechos con los nichos microscópicos que la fábrica del consenso permite a un cierto número de heréticos de izquierda y derecha -donde sobrevivir o esperar turno para aparecer en las páginas de alguna revista de moda-, les debemos recordar que los comunistas de ayer y los liberales de hoy divergen en las ideas y métodos, pero no en el objetivo: hacer tabla rasa de toda cultura alternativa a la propia. Usando procedimientos soft , acordes con la hipocresía de nuestra época, pero con igual determinación. Y empleando, cuando conviene, el procedimiento preferido: la reducción al silencio o la descalificación del adversario, equivocando las ideas y negando el derecho a réplica.
Quien piense que exageramos puede meditar sobre los recientes ejemplos ofrecidos por el caso italiano, donde la tendencia de los ideólogos del liberalismo a saturar el entero mercado de las ideas está asumiendo contornos orwellianos. No necesitamos referirnos en detalle a tantos ejemplos de arrogancia que, en Italia, ofrecen las versiones recicladas del liberalismo, típicas de tantos exponentes de cierta ´cultura de izquierda´ rápida en remozarse con tintes a la moda, porque son de dominio público de nuestros lectores y de todos aquellos que, en distintas partes del planeta, soportan una situación parecida.
Para impedir que este escenario de pesadilla se reafirme, debemos denunciar, mientras haya tiempo, el oscurantismo del proyecto monocultural liberal, empeñándonos para que, a diestra y siniestra y más allá, crezcan escuelas de pensamiento que se opongan a la dictadura del mercado y del individualismo: antiutilitarismo, comunitarismo, diferencialismo. Las armas son impares y es grande el riesgo de terminar en una suerte de jdanovismo occidental (por aquel ministro de Stalin, Jdanov, que predicaba la lucha entre la cultura burguesa y la proletaria), pero con la propia conciencia no se puede ni se debe pactar.
El tiempo de las luchas de retaguardia ha terminado. Es en el terreno de la hegemonía liberal, y no en otro, donde hoy se juega el futuro de la libertad, la solidaridad y la justicia social, tanto a nivel individual como colectivo. Y es en este frente donde debemos concretar las energías, a pesar de la incomprensión y la calumnia, esperando llegar a poder crear, finalmente, alianzas y antagonismos que no sean dictados como herencia de antiguos rencores, sino surgidos e impuestos por la lógica concreta de las cosas.