Para recordar en aguas de Somalia

Cuando España acabó con los piratas: el capitán Barceló

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JOSÉ JAVIER ESPARZA
 
Hoy estamos acostumbrados a ver el Mediterráneo como un mar pequeño y tranquilo, pero hubo un tiempo en que fue un sito peligrosísimo, plagado de piratas; nadie se atrevía a vivir en las costas por la amenaza de los ladrones del mar, que saqueaban periódicamente el litoral. Ese tiempo no es muy lejano: la piratería berberisca fue un azote para nuestro levante hasta bien entrado el siglo XVIII. Dejó de serlo porque en España hubo marineros excepcionales. Uno de ellos fue el mallorquín Antoni Barceló, un marino mercante que empezó a navegar con apenas 12 años y que murió a los 80 como teniente general de la armada. Por el camino, inventó las lanchas cañoneras y destrozó dos veces las bases piratas en Argel. Un prodigio.
 
Podemos empezar con una estampa de novela. Un joven marino de 19 años manda un barco-correo, el “León”, que sirve la ruta postal entre Mallorca y Barcelona. Nuestro joven capitán, en una de sus primeras singladuras como patrón, se encuentra en peligro: dos barcos piratas argelinos han aparecido en lontananza. Pero el capitán no se arredra: pone proa a los piratas y carga contra ellos sin dejar de disparar con sus cañones. Para horror de los berberiscos, el “León”, ese pequeño barco correo, no sólo no intenta huir, sino que desarbola una de las naves piratas y se lanza al abordaje. Los piratas huyen. Es la primera victoria de nuestro joven héroe. Desde ese momento, siempre vencerá.
 
Ese joven marino es Antoni Barceló. Hemos de ir al pueblo mallorquín de Galilea, cerca de Calviá. Toni ha nacido en 1717, en una familia dedicada a la mar. La fortuna familiar se reduce a un jabeque, una embarcación velera típica del Mediterráneo de esta época, rápida y ligera. Don Onofre Barceló, el padre de Toni, ha obtenido la concesión del servicio postal entre Palma y Barcelona. Toni embarca junto a su padre desde los doce años. Pasa por todos los puestos de la marinería, desde grumete hasta piloto. Cuando muere Onofre, Toni hereda el barco. Tiene sólo 18 años. Para él, como para todos los marinos de aquel Mediterráneo, hay una obsesión: los piratas berberiscos.
 
El terror de los piratas
 
¿Tan seria era la amenaza? Sí: una plaga. En las costas de Argelia y Túnez había auténticas repúblicas piratas que vivían del delito: asaltaban barcos, robaban sus mercancías, saqueaban las costas, secuestraban a las mujeres para venderlas como esclavas… Por eso, en el litoral español, la mayoría de las ciudades no estaban en la costa, sino unos kilómetros hacia el interior, para protegerse de los piratas. También por eso, el comercio del Mediterráneo tenía un pulso mortecino. Desde varios siglos atrás, la Corona venía organizando expediciones para combatir a los piratas, pero el problema no se extinguía. Como la amenaza era permanente, los marinos mercantes gozaban de patente de corso para hacer frente a los berberiscos. Ese era el caso de Barceló. Y el capitá Toni, como se le llamaba, brilló de manera particular en la empresa. Tiene sólo 21 años cuando el Rey en persona le nombra alférez de Fragata. Es un honor inusual: un grado militar para un marino mercante, un plebeyo que se convierte en oficial de la armada y caballero, privilegio entonces reservado a la nobleza. ¿Qué había hecho Barceló? Nos lo cuenta el propio Rey, Felipe V. Así decía:
 
“Por cuanto en atención a los méritos y servicios de Antonio Barceló, patrón del jabeque que sirve de correo a la Isla de Palma de Mallorca, y señaladamente al valor y al acierto con que lo defendió e hizo poner en fuga a dos goletas argelinas que le atacaron, en ocasión que llevaba de transporte a un destacamento de Dragones del Regimiento de Orán y otro de Infantería de África, vengo en nombrar a don Antonio Barceló alférez de fragata de mi Real Armada. A 6 de Noviembre del Año de Nuestro Señor de 1.738. Yo, el Rey.”
 
Es sólo el principio. Las hazañas marineras de Barceló dejan pasmado, y no sólo en la guerra. Hacia 1748, las Baleares viven una situación angustiosa: las malas cosechas han privado de alimentos a la población de las islas y una sucesión permanente de temporales hace dificilísimo el abastecimiento por mar. En tan adversas condiciones, el jabeque de Barceló asegura sin embargo la comunicación con Barcelona desafiando las tempestades. Una vez más, la Corona queda impresionada por ese marino que aún no ha llegado a los 30 años y le otorga del título de teniente de fragata. Ese mismo año ocurre algo dramático: una flota pirata captura un barco español con 200 pasajeros, entre ellos trece capitanes del ejército. La Corona piensa en Barceló para organizar una expedición de castigo. La lucha contra la piratería se ha convertido en el destino del capitán Toni.
 
Convertido en corsario militar al servicio del Rey de España, a Barceló se le dio una fragata, “La Garzota”. En siete años hundió 19 buques piratas de entre 10 y 15 cañones cada uno, hizo 1.600 prisioneros, liberó a más de un millar de cristianos que habían caído esclavos… El problema podría haber terminado para siempre, pero los piratas tenían buenos padrinos: Venecia, interesada en entorpecer el comercio español, pagaba bien a los ladrones del mar. Las repúblicas piratas eran auténticas potencias. Francia intentó afrontar en solitario el reto de doblegarlas y fracasó. También la España de Carlos III falló una vez ante Argel: era 1775 y la operación, un intento de desembarco, quedó frustrada. Barceló participó en aquella tentativa: precisamente gracias a sus jabeques, barcos de poco calado que podían acerarse mucho a la costa, pudieron las tropas españolas reembarcar. A Barceló le valió aquello el ascenso a brigadier.
 
Una idea genial
 
Al capitá Toni le gustaba el combate de cercanía; por eso prefería sus jabeques a otros barcos de mayor empaque. Y una nueva misión le daría la oportunidad de acreditar lo acertado de su elección; esta vez contra los ingleses, a los que Carlos III quiso echar de Gibraltar. Era 1779. A Barceló se le había encomendado acosar desde el mar el peñón. Allí se encontró con un problema: sus barcos tenían poco que hacer frente a los cañones de la fortaleza inglesa; necesitaba acercarse más. Y entonces se le ocurrió una idea genial: se hizo con varios botes de remos e instaló en su interior cañones giratorios y morteros; aquellos armatostes podrían acercarse a la fortaleza y disparar desde muy cerca. Los marinos españoles, cuando vieron aquello, no podían creerlo: nadie daba un duro por unos artefactos que, teóricamente, no podrían aguantar ni el peso ni el retroceso de los cañones. Los ingleses, por su parte, rompieron en carcajadas al ver esas pequeñas lanchas de aspecto estrafalario. Pero todos tuvieron que rectificar su opinión: el invento era extraordinariamente eficaz. Había nacido la lancha cañonera, una embarcación que sería adoptada por todas las armadas del mundo. Un oficial inglés de Gibraltar, Sayer, dejó un testimonio que demuestra lo acertado del invento:
 
“La primera vez que se vieron desde nuestros buques causaron risa; mas no transcurrió mucho tiempo sin que se reconociese que constituían el enemigo más temible que hasta entonces se había presentado, porque atacaban de noche y, eligiendo la mayor oscuridad, era imposible apuntar a su pequeño bulto. Noche tras noche enviaban sus proyectiles por todos lados de la plaza. Este bombardeo nocturno fatigaba mucho más que el servicio de día. Primeramente trataron las baterías de deshacerse de las cañoneras disparando al resplandor de su fuego; después se advirtió que se gastaban inútilmente las municiones”.
 
Barceló no dejó de sufrir intrigas. Por una parte, muchos marinos de carrera le envidiaban. Otros discutían la capacidad de mando de un hombre sin estudios, enteramente autodidacta, que apenas sabía escribir. Además, el estampido de los cañones le había dejado ostensiblemente sordo. En 1783 tiene ya 66 años y, para la época, empieza a ser un anciano. Pese a todo, sus meritos se imponen por sí solos: se le asciende a teniente general y Carlos III le da el mando de una misión ambiciosa. ¿Cuál? Tratándose de Barceló, no podía ser otra que acabar de una vez con los piratas de Argel.
 
Batalla final en Argel
 
La escuadra zarpa de Cartagena el 1 de julio de 1783. Un mes después están disparando contra las murallas de Argel. Barceló no se queda en la nao capitana: el viejo marino, 66 años, sordo como una tapia, sube en una lancha y se sitúa al frente de la línea avanzada. El capitán Toni tiene muy presente el fracaso de la anterior expedición, ocho años atrás: sabe que a los piratas no hay que vencerlos con un desembarco en tierra, sino con un cañoneo desde la mar; con sus cañoneras. Durante días, la escuadra de Barceló disparará sin cesar, día y noche. Caen sobre Argel más de 7.000 proyectiles. El 10% de la ciudad quedó destruida. Las bajas españolas fueron mínimas. Tan severo fue el castigo que otras repúblicas piratas, como Trípoli, pidieron la paz con España. Pero Argel era un hueso duro de roer. No le faltaba dinero europeo para reconstruir la ciudad, ni tampoco soldados turcos para reemprender su lucrativo negocio. Los piratas argelinos tardaron poco en volver a amenazar las costas españolas.
 
Ha pasado sólo un año y Barceló vuelve a atacar. Esta vez, además, se suman a la empresa barcos de Nápoles, de la Orden de Malta, de Portugal: hay aire de cruzada. En el nombre de la Virgen del Carmen zarpa la escuadra desde Cartagena, llega a la costa de Argel y reemprende el bombardeo. El propio Barceló dirige el ataque desde la línea avanzada. Tanto se acerca que la barca del viejo almirante es alcanzada por un proyectil. Barceló cae al mar. Pero, impertérrito, el anciano sale del agua, sube a otra lancha y sigue dando órdenes. Esta vez 20.000 proyectiles caerán sobre Argel; una vez más, con escasas bajas españolas, en torno a un centenar. Y ahora el castigo será definitivo.
 
Argel firmó la paz con España en 1786. Túnez hizo lo mismo. Las pérdidas que les causaban las expediciones de Barceló eran muy superiores a los beneficios de su actividad delictiva. El problema de la piratería berberisca, que azotaba el Mediterráneo desde el siglo XIII, se dio por cerrado. Las costas del Mediterráneo español fueron repobladas. La prosperidad que desde entonces conocerían Barcelona, Valencia y Palma es tributaria en gran medida del arrojo de este capitán mallorquín de la armada española. Barceló recibió la Gran Cruz de Carlos III.
 
El viejo marino, sordo, brusco, de escasa cultura, no será después particularmente querido en la corte de Carlos IV, pero el capitán Toni ya había entrado en la leyenda. La gente cantaba sus laureles en coplas que se extendieron por todo el Mediterráneo, desde Cádiz hasta Gerona. Una de ellas decía así:
 
"Si el rey de España tuviera/ cuatro como Barceló,/ Gibraltar fuera de España,/ que de los ingleses no./ Barceló ni es escritor, / Ni finje ser santulario,/ Ni traza de pendulario,/ Ni lleva pompa exterior./ Persuade y no es orador,/ Su aseo no es presumido,/ Va como debe ir vestido./ Fía poco en el hablar,/ Mas si llega a pelear,/ Siempre será quien ha sido."
 
Y esta es la historia de Antoni Barceló, el capitán Toni, un marino mercante que a fuerza de arrojo e inteligencia llegó a Almirante de la armada española. A él hay que atribuirle el mérito de haber acabado con la piratería berberisca, ese azote de siglos. Gracias a él, el Mediterráneo español pudo ser un lugar enteramente habitable.

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