Retrato de Rainer Maria Rilke realizado por Leonid Pasternak (1928)

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La creatividad, según Rilke

Creativo no es quien acumula potencialidades —con el lenguaje de hoy: quien rebosa talento—, sino quien da a luz algo que el mundo nunca ha visto. Crear es un acto de gracia.

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«Lo único que importa es la decena de cartas que a continuación sigue», escribe Rainer Maria Rilke, desde París, a Franz Xavier Kappus. El de la misiva era un arte que el poeta praguense dominaba; llevaron su firma unas dieciocho mil, tantas como días pasó sobre la tierra. Las Cartas al joven poeta están entre las más bellas y profundas que jamás escribió nadie. En ellas, con gran arrojo intelectual y una inaudita precisión en el lenguaje, Rilke nos habla, entre otros asuntos, de la mujer, la muerte y el amor, y de los entresijos de la creación. Sobre esto último la voz del autor de los Sonetos a Orfeo aún resuena, poderosa e inigualada.

Lo primero que hace Rilke es advertirnos de la inefabilidad de nuestras creaciones. Nos ahuyenta de las críticas, propias y ajenas; nos anima a no pedir opiniones, ni consejos, a que no nos preocupen los opinantes y ni siquiera los editores. Los grandes creadores —indaguen a Bergman, Kubrick, Joyce, Beethoven o Cézanne— no piden permiso a su público; lo respetan, que es diferente. Esperan comulgar con los receptores, no satisfacer a ciertos consumidores, y por eso el joven Kappus se equivoca al ansiar la aprobación ajena. «Está mirando hacia afuera», le escribe Rilke, «y esto es lo último que debería hacer». Un juicio al que los creadores de nuestro siglo, sometidos demasiadas veces al sistema de espejos deformados de las redes sociales y la estomagante cultura del like, bien harían en prestar oído, en beneficio de todos. 

«Ser artista es no echar cuentas, es madurar como lo hace el árbol, que no apremia a su savia y resiste las tormentas primaverales sin temer que tras ellas no llegue el verano.»
—Rainer Maria Rilke, «Cartas al joven poeta»

«Sumérjase en su propio mundo y ya no tendrá que preguntarle a nadie si sus versos son buenos», añade Rilke; estos pasarán a ser «una amada posesión natural, un pedazo y una voz de su vida». En definitiva, «una obra de arte es buena cuando ha visto la luz por necesidad». Nuestras creaciones se sostienen por sí mismas o ellas solas se hunden, y albergan en su propio seno su razón de ser vital. Hoy se habla insistentemente y en los más diversos ámbitos de lo que hay que hacer para potenciar la creatividad, pero lo cierto es que la verdadera creatividad se autopropulsa, y tan solo hay que preocuparse de no asfixiarla. Los creativos necesitan espacio, y puntualmente medios, y no que se los «motive». «Ni un solo ser humano», advierte Rilke, «puede responder por usted a esas cuestiones y sentimientos» en virtud de los cuales se decide emprender y crear. La creatividad es una urgencia, un fuego que apenas cabe avivar, aunque pueda sepultarse. «Amo mi trabajo con un amor que es frenético y perverso», escribe Flaubert a Louise Colet en una de sus muchas cartas, «como un asceta ama el cilicio que le araña el vientre». Si no se siente eso, mejor desechar el pincel, colgar la pluma, colgar los trastos y cerrar el ordenador para siempre.

Todo creador (de arte, ciencia, aplicaciones móviles o anuncios, tanto da) ha de bucear en lo más profundo de su ser para elegir ese modo de vida. Es un viaje que se recorre a solas, por más sugestivas que lleguen a ser las compañías; es un Camino de Santiago, es decir, una experiencia trascendente, pues si falta ese ejercicio de salida de sí no es más que turismo banal, una fruslería, o una mecánica simplona que por fuerza ha de engendrar medianías. «En lo esencial», le dice Rilke a Kappus desde Viareggio, «y señaladamente en los asuntos más profundos e importantes, nos encontramos todos en una soledad indecible». Tanto más quien trae al mundo lo novedoso, criatura frágil que habrá de sobrevivir a sucesivas orfandades: la hostilidad de la sociedad cuyas reglas del juego altera, la malevolente envidia de quienes no crean por cobardía o pereza, las propias crisis de fe que atraviesan antes o después los creadores. Por eso nos conmina Rilke a confiar en lo que hacemos, en lo que vemos y sentimos, y a buscar espacios recónditos en los que reconectar con nosotros mismos para después poder, en nuestras obras, objetivarnos.

Todo acto creativo constituye un realumbramiento. «En una idea creativa resurgen miles de noches de amor olvidadas, que la llenan de esplendor y la exaltan». Cada vez hay menos creatividad aislada; pero es que además se crea recreando en nuestro interior multitud de universos que nos precedieron. Todo creador es un heredero, y como tal, tiene ante sí solamente dos caminos: el de la mezquindad y el del agradecimiento. También se convoca al futuro, creando. Cada cosa que se concibe es un mensaje en una botella arrojada al océano; bien lo sabía el autor de las Elegías de Duino. «Por eso, querido señor, ha de encariñarse usted con su soledad, y soportar con un dulce lamento el dolor que le causa». La soledad puede ser destructiva y generadora. Los anglosajones lo saben y por eso tienen dos palabras para definirla, solitude o loneliness, según sea o no buscada. No hay creatividad sin solitude, y por eso en nuestro sobrestimulado siglo la creatividad es cada vez más rara (abunda la novelería, que es distinto). Solo engendra quien antes, y fructíferamente, sabe aburrirse. Escribe Rilke: «Lo que importa al final es esto: la soledad, una soledad íntima y grande. Ir dentro de sí y no encontrarse con nadie durante horas, de esto tenemos que ser capaces».

El mundo, en general, sigue rodando sin creaciones, como seguirá rodando durante mucho tiempo incluso si es mucha la gente que insiste en no tener hijos. Crear es un acto de demasía, un desbordamiento. También es un gesto de resistencia, es negarse a ser empujado por el signo de los tiempos: «Ser artista es no echar cuentas, es madurar como lo hace el árbol, que no apremia a su savia y resiste las tormentas primaverales sin temer que tras ellas no llegue el verano». Crear es no desfallecer, caer mil veces y levantarse mil una. De modo que hay que amar el proceso en sí mismo, como un Job que termina amando las heridas que Dios le inflige. Crear es un aspecto de la esperanza, como lo es del amor. Se lo explica Rilke a su destinatario: «El verano llega. Pero solo llega para el paciente, para quien muestra un ánimo sereno, apacible y anchuroso, y vive como si la eternidad estuviese a sus pies». 

«Amo mi trabajo con un amor que es frenético y perverso, como un asceta ama el cilicio que le araña el vientre.»
              —Gustave Flaubert

 

Curiosa y erróneamente, la imagen extendida de los creadores es la de seres contraídos por mil inquietudes, seres que se agitan y jamás pueden detenerse. Es un cliché erróneo. Desde luego, todo creador es problemático, en una u otra medida, porque el hombre lo es y quien crea se enfrenta más veces y con mayor virulencia a sus contradicciones. Explorar comporta herirse, adentrarse por senderos erizados de zarzas, escalar riscos y sortear, asumiendo, incomodidades. Por lo mismo, hacen falta grandes dosis de perseverancia, y saber posponer toda recompensa. De ahí que aconseje el poeta: «Sea paciente con todo lo que aún no ha resuelto en su corazón. Trate de amar las propias preguntas, como si fuesen habitaciones cerradas o libros escritos en una lengua arcana. No se empeñe en las respuestas, que aún no se le pueden ofrecer, porque no está preparado para vivirlas. Y la clave es vivirlo todo».

Así es: para crear hay que generar un asombro, y no, primeramente, en los demás, sino en nosotros mismos. Hay que extraviarse, es decir, «contemplarlo todo desde la extrañeza del niño, desde las profundidades de nuestro mundo interior, desde la lejanía de nuestra propia soledad». La creatividad y la atención son concéntricas; y atendemos no solo entornando los ojos, sino además desechando interferencias. Esto es lo difícil a lo que hay que atenerse, lo que asusta y produce el imprescindible vértigo creativo: para crear hay que limitarse; para ser más, antes hay que ser menos. La tarea es hercúlea, solo apta para corazones recios; absténganse los pusilánimes.

En El banquete, Platón dice que la poiesis es el puente que existe entre el no ser y el ser. Se habla hoy de la creatividad sobre todo como si de una mera capacidad psicológica se tratase; se la confunde con la imaginación, cuando es más bien un componente del carácter y una actitud ante la vida, además del fruto del estudio y la práctica constantes. Ser poeta no es un don, sino una ardua elección definitiva, pues se es poeta siempre o no se es poeta en absoluto. Y solo es poeta, es decir, creador, quien alumbra el ser desde el no ser. Creativo no es quien acumula potencialidades —con el lenguaje de hoy: quien rebosa talento—, sino quien da a luz algo que el mundo nunca ha visto. Crear es un acto de gracia.

© El Debate de Hoy

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