Cada uno es para sí mismo el más lejano, parafrasea Nietzsche a Terencio (La Andriana, “proxumus sum egomet mihi”); más bien invierte el enunciado de la frase para decir lo mismo: Mi pariente más próximo soy yo. Es un buen inicio para La genealogía de la moral y el mismo Nietzsche se autocomplace de ello. Tras el impetuoso arranque, Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos, afirma muy campanudo: “Esto parece un buen principio”. Algunas traducciones alteran ligeramente la magnitud de su euforia: “Esto tiene un buen fundamento”.
Cualquiera que fuese la intención del núcleo asertivo, intraducible como suele suceder, de inmediato nos encontramos con el primer desencanto: Nietzsche no se propone hablar de “nosotros los que conocemos... desconocidos para nosotros”. Lo anterior era pirotecnia efectista, aunque el título ya avisa con claridad: Genealogía de la moral. ¿Qué esperabas? ¿Un tratado apasionante, quizás apasionado, sobre el ser? ¿Sobre nosotros mismos, los inmensos desconocidos para nosotros mismos? Ni hablar, amado iluso. Nos encontramos ante un tractatus sobre el único asunto que todos los filósofos se ven capacitados para abordar con, digamos, autoridad y locuacidad suficientes: la moral. Un territorio donde equivocarse no equivale a hacer el ridículo, con la ventaja añadida de que al cambio de opinión sin reconocimiento ni apenas análisis de errores anteriores se le caracteriza con benevolencia: evolucionar. La moral es el camino seguro hacia el conocimiento... de la moral; y en ese camino todos ellos, los filósofos clásicos y de la vieja escuela, son tremendamente felices. Se sienten plenos de sí mismos: filósofos. ¡Y un cuerno!
Aunque Nietzsche no es propiamente un filósofo (yo tampoco, salva queda la buena intención del comentario, por simple similitud en la debilidad de la especie); Nietzsche es un autor, escritor, poeta en un sentido muy amplio, que tiene ideas particulares, a menudo originales, sobre la fenomenología humana. Por esa razón, y estoy convencido de que por ninguna otra, puede permitirse iniciar su obra magna, su crítica de la moral dominante en la civilización occidental, con un alegato rotundo y prometedor (y tramposo), sobre las limitaciones del conocimiento en torno al ser y la conciencia. Pero aquí surge el problema de inmediato, la oposición radical que impugna el artificio: ¿Cómo se atreve, tan osado y satisfecho, a proponer una crítica de la moral y postular su propia visión acerca de este asunto si antes ha reconocido que “nosotros mismos somos desconocidos...", etcétera? Sin una previa disertación sobre el ser (verosímil, esmerada, concienzuda, clara), ¿qué sentido tiene hablar de la moral? Te digo el sentido que tiene: ninguno. Eso sí, los primeros párrafos de La genealogía de la moral son magníficos; lo más interesante del compendio, sin duda. En esto de hacer ruido y llamar la atención se evidencia que Nietzsche era un alemán convencido de ser polaco. Hay una presunción de solemnidad, de importancia, en la filosofía de Nietzsche, igual que la hay en la música de Wagner (ya salieron aquellas amistades, cómo no: la similitud en la debilidad de la especie es prodigiosa en ambos); y a lo que iba, Wagner y Nietzsche son el ejemplo palmario de que no hay nada peor que saberse alemán (sea en versión alemán-alemán o alemán-polaco), ejercer como paradigmas de sí mismos y encima estar convencidos de que hay cosas muy trascendentes que decir, una música inmortal que componer. La importancia devora a la obra, el tono asfixia a las formas, la instrumentación no deja escuchar la música y la arrasadora epifanía de la verdad impide que fluyan las ideas; y si las ideas aparecen son demasiado voraces: se tragan al pensamiento. El ingenio culmina una arquitectura infeliz aunque muy vistosa.
A todo eso, por estas esquinas del sur europeo, le llamamos rimbombancia. Ya sabes: los alemanes piensan el mundo, los franceses lo ordenan (lo racionalizan), y los mediterráneos lo representan, no siempre compasivos con la versión original. Es el caso, pues no hay nada más rimbombante que la presunción de Wagner de estar construyendo la gran ópera alemana sobre el libreto de la inmortal saga germánica, su visión mausoleica y percusional del Cantar de los Nibelungos. Sin embargo, puede que sí, es posible que exista en la historia de la cultura contemporánea un intento más rimbombante, lo que Gombrowicz llamó una “idea estúpida”: el ideal del superhombre nietzscheano. Si pongo un enorme ¡¡Tachán!! para acabar el párrafo, ¿quedará rimbombante?
La importancia de lo importante
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