Foud, glorious food

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 En Londres hay olor a comida rápida y ruido a masticación. En pocos lugares sobre el mundo debe de haber tanta saturación de cafeterías, pubs y restaurantes. Un inmenso cebadero parece Londres. El tufo de la mantequilla derretida en las sartenes, el aceite de girasol convertido en ingrediente industrial y la carne picada lista para ser deglutida, remansa por todas las esquinas y en cada rincón de la imperial metrópoli. La comida barata y mala (malísima), y su hedionda potestad impresa en el alma londinense, son ya una tradición tan británica como el tea time, el paraguas y los autobuses de dos pisos.

 

 La última visita a Londres ha sido rápida. Tras varios días en la campiña (allí huele menos a fritanga), una incursión a matacaballo para alcanzar la neutralidad inodora de la National Gallery; una hora ante El matrimonio Arnolfini, debatiendo sobre el significado de unas naranjas, y otro buen rato de conversación sentados ante Los girasoles de Van Gogh. Poco más. Lo demás, Londres en estado puro: rastas y burkas y gente fumando a la puerta de cualquier establecimiento. Y comida y olor a comida.
 
Apetitivos que somos. Alma, no sé si nos queda; pero estómago... para otros veinte siglos zampando, seguro.

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