El fascinante mundo de los pobres

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Lo pobres ya no son lo que eran. Antiguamente, los pobres -lo que se dice oficialmente pobres -, se dividían en dos grupos con sencillez identificables y cabalmente integrados en el amplio arco social que iba del sujeto pasivo de la caridad a la carne de cañón penitenciaria. Eran, por una parte, los llamados pobres de pedir, a quienes la dama filantrópica de turno entregaba su limosna bajo condición inexcusable y por lo general desatendida de no gastarlo en vino; por otra, estaban los pobres que por mero afán de supervivencia militaban en el submundo de la delincuencia menuda, comúnmente llamados quinquis, gentuza, chusma, gallofa y cosas parecidas.
Mas los tiempos cambian, casi siempre para bien. Los ricos han descubierto que además de ser respecto al pobre "los administradores de la divina providencia", pueden ejercer asimismo como eficaces intermediarios en una ventaja de índole superior: convertir al pobre en motivo de jácara y regodeo mediático por medio de interesantes documentales -al modo de National Geographic y otros despliegues de fervor antropológico -, que nos presentan al pobre en su pura esencia, ámbito natural y modo de vida genuino. El pobre se ha convertido en radiante sujeto de estudio televisivo y valioso reclamo para la audiencia hambrienta de emociones.


Antes, los pobres vivían en sórdidos e imaginarios tugurios, monipodios donde el alma cándida del ciudadano normal nunca se atrevería a hacer incursión, más que nada por miedo a contagiarse de esa bajuna moral o insanía espiritual que en última instancia justificaba la existencia del menesteroso. Ahora, los pobres de verdad, pobres fetén, habitan en el fulgor de los programas nocturnos en todas las cadenas de televisión. El invento no sólo resulta original y atractivo para la audiencia, sino mucho más barato y ahorrativo en medios que los tradicionales documentales sobre otras gentes y otras culturas distintas a la nuestra. ¿A qué gastar dinero y medios en filmar cómo viven los bosquimanos, los tuareg o los esquimales cuando a la vuelta de la esquina tenemos un entero universo de marginación, brutalidad, degradación y violencia que hará las delicias de los apoltronados frente a la TV a partir de las diez de la noche?


Esos pobres, en perfecta y bulliciosa amalgama de las más variadas formas de abyección, comparecen ante las cámaras con toda la crudeza de sus vidas de viruta, para mostrarlas entre el resignado orgullo de los grandes supervivientes y el desafío de la inclemencia competitiva; a fin de cuentas el mercado manda: saben que cuanto más sórdida y desgarrada sea su historia, y con más desparpajo y sentido escénico la relaten, más posibilidades tienen de convertirse en estrellas de los programas de zapeo y, ante todo, de YouTube. Los motivos últimos de programas como "Callejeros" y otros similares, pintan el empeño con barniz diferente a la voracidad empresarial, algo que se aproxima al humanitarismo naturalista, aunque esta justificación la creerá el que quisiere. Para ellos, los pobres que actúan de sí mismos, que una cámara de televisión entre en su casa y deje constancia de los agujeros por los que se cuelan las ratas, o la manera en que se hacen "un chino" de cocaína o se meten un chute de heroína bajo riesgo de que sea ladrillo machacado haciéndose pasar por "brown sugar", supone una oportunidad única de ascender a la celebridad de lo cruel, lo estrafalario, lo morboso... la pura escoria informativa en un sistema de comunicación donde la roña social vende más que las series de sobremesa y casi tanto como los partidos de fútbol.


¿Quién no recuerda al célebre gañán de "Sole, que te doy con el mechero... la mierda la Sole..."? Desde entonces han sido muchos los desahuciados de la vida, los dementes, las prostitutas que venden su ruina corporal por diez euros un francés y veinte el completo, los yonquis, los habitantes de estercoleros y demás censo de la miseria, quienes alcanzaron fama y renombre en la difícil carrera del estrellato sobre la mugre. Hay casos de toda variedad, aunque todos subrayados por la virtud humorística no tanto de sus protagonistas como de la situación en que aparecen. Si no podemos remediar la miseria, nos queda el recurso de cachondearnos de ella. Ese es el mensaje y así lo han entendido los cientos de miles de personas que a diario se parten el pecho de la risa contemplando en Internet los asertos de un escombro humano, presidiario de permiso, que afirma haber encontrado en la droga "la verdadera salud", y de paso saluda al director de su reclusorio con contundente delicadeza: "Matías, eres un maricón"; qué decir de la gracia costumbrista de esa señora con acento andaluz que clama en su desesperación: "arcarde, por favó, dame una caza", en tanto muestra a los reporteros el inmundo agujero donde vive con su familia. A montones hay ejemplos, la audiencia ha aprendido a preparar un pipa de crack, cristal o "caballo" de mil originales maneras, sabemos cómo hay que buscarse la vena entre los dedos de los pies para meterse un pico, cuánto cobran las esqueléticas rabizas de los barrios de la droga, cuánto vale una escopeta de cañones recortados, dónde comprarla y a quién colgarle el muerto en caso de que lo haya. Contemplamos el inframundo con la misma fascinación con que veíamos a los indios yanomami vaciar el tronco de árbol para construir una piragua. Eran gente extraña afanándose en tareas absurdas y muy trabajosas, igual que nuestros pobres mediáticos: gastan las energías de una vida entera tras el superior aliciente de conseguir una dosis de algo o, en el mejor de los supuestos, una cochambrosa "caza" concedida por algún "arcarde" benefactor. Lo dicho: gente rara que merece un documental y carcajearnos mientras ellos, tozudos, se empeñan en vaciar el tronco vacío de su existencia. A fin de cuentas, qué persona en su sano juicio trabajaría días y días para conseguir como recompensa una piragua sobre la que flotar en el Amazonas.

De risa, vamos...

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