El llamado sistema financiero es el mercado del dinero, no otra cosa; y el dinero se genera mediante la producción de bienes de uso y de consumo. Esta verdad del barquero parece olvidada por los finos teóricos del capitalismo entendido como actividad especulativa. Pero nadie puede sustraerse a la evidencia, y si lo hiciéramos, mal nos acomodaría cualquier remedo de solución a la crisis que a todos afecta. El capitalismo no consiste en mover masas de dinero con afán de multiplicarlo mediante sagaz artificio, sino en producir mercancías, a partir de materias primas, cuyo sobrevalor integre el significado de esos montantes. ¿Cuál es el problema? O mejor dicho: ¿dónde está la falacia en estas explicaciones interesadas sobre la crisis? Más o menos en que se ha desviado la atención sobre dos hechos decisivos que marcan desde su comienzo el tono de este -como siempre cíclico -, batacazo del capitalismo: por una parte, el traslado de los centros de producción a China y el sureste asiático, países donde el precio de la mano de obra oscila entre muy barata y semiesclava; no parecía importar a las megacorporaciones industriales el desempleo generado en occidente por esta estrategia, porque el Estado Provisor ya se haría cargo, aunque lo que está fallando no es el sistema de garantías sociales -de momento -, sino el balance esencial de la estructura: Europa y los Estados Unidos ya no son básicamente países productores de bienes, y la riqueza se genera en el entramado piramidal especulativo, un artificio que forzosamente se desmorona cada cierto tiempo; de otro lado, nadie parece interesado en traer a escena el incremento brutal del precio del petróleo y los costes reales de la intervención de Estados Unidos en oriente medio, guerra de Irak incluida, por supuesto. El petróleo ha dejado de ser un bien necesario para convertirse en elemento de especulación, un nuevo patrón cambiario cuyo precio determina la salud del mercado y marca el ritmo de crecimiento de las naciones. Que un país, el más poderoso del mundo, esté usando las reservas energéticas combustibles para marcar su política al resto del planeta, aunque la misma lleve a la bancarrota a bancos, aseguradoras, inmobiliarias y agentes financieros en su propio territorio, es algo que parece secundario a los planes de hegemonía. Sólo desde ese punto de vista se entiende la clamorosa claudicación del gobierno Bush y los principios básicos del liberalismo económico, y me estoy refiriendo, como supondrán, a la intervención del Estado norteamericano con inyecciones ingentes de capital público para salvar los muebles y taponar, en la medida de lo posible, los agujeros del mercado.
Este aspecto de la situación merece un párrafo, creo. Estoy esperando que en España -cuyo gobierno ha salido discípulo aventajado en la redescubierta política norteamericana del Estado Providencia-, las asociaciones de usuarios y consumidores, de víctimas de la banca, vecinales, sindicales y toda la nómina del entramado social, comiencen a exigir lo que verdaderamente es de justicia. Si el Estado va a socorrer al mercado con fondos del Tesoro Público -es decir, con dinero de los ahorradores y a costa de las inversiones avaladas por dichos fondos, que son un bien común-, ya están tardando en garantizar las medidas de control y -a ver si nos fijamos-, participación ciudadana en la marcha de la inversión. Si usan el dinero de todos, a todos deben cuentas. La apelación a controles parlamentarios e instancias auditoras similares, a estas alturas de la historia, no resulta convincente. Nuestro gobierno no ha pedido permiso a nadie para planificar una inversión en ´bonos tóxicos´ y productos financieros similares, de alcance proporcionalmente mayor al de los Estados Unidos. Si la hacen, que pongan cada guarismo, cada partida, cada número, a la vista del ciudadano. Si financiamos la economía privada y el negocio bancario con fondos públicos, una de dos: o se nacionaliza la banca o se facilita el control ciudadano y se compensa al conjunto de la población con medidas efectivas y tangibles, y no me estoy refiriendo a las hipotecas a setenta años, que ya estamos bastante entrampados. La banca siempre tiene una solución para estos casos: refinanciar la deuda. Pues muy bien, comencemos a refinanciar préstamos e hipotecas, pero teniendo en cuenta que ellos van a hacerlo con una parte sabrosa del erario público. A ver qué condiciones se inventan. Refinanciar con acuerdo al valor real de los bienes inmuebles, no atendiendo una vez más al valor especulativo, brutalmente al alza, con el que se han enriquecido de manera exorbitante en los últimos años.
Eso sería lo democrático, me parece. Si de esta crisis sacásemos la lección, de una vez por todas, de que vivir en democracia no significa votar cada cuatro años a quien menos nos disguste sino participar realmente en la gestión de los asuntos públicos, y que nuestra voz cuente no sólo para sancionar en las urnas la reforma de estatutos autonómicos y lujos similares, sino para administrar cabalmente las inversiones públicas, me daría yo con un canto en los dientes.
«Pero es que para representar los intereses de todos ya están los partidos, los políticos... lo dice nuestra Constitución», dirá más de uno. Pero un servidor no está hablando de eso, sino de hacer las cosas en serio, por una vez.
La verdad, no sé a qué esperan las asociaciones ciudadanas para pedir su plaza en el consejo de administración de este nuevo tinglado. Tiempo para reclamar hueco van a tenerlo, desde luego, porque a esta crisis se le ve mucho futuro.