Vivir en pie o morir sentado

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SI viviera en cualquier otro sitio lo llamarían don José. Pero como vive en un barrio de Sevilla que hasta hace poco era núcleo rural, todo el mundo lo conoce por su nombre de siempre: Joselito. También podrían llamarlo Joselín, ejem. Pero en el más torero Joselito se ha quedado.

Debe tener ochenta o ciento siete años. Hace cuatro le dio una parálisis en la parte del sesamen y quedó a medias: medio cuerpo le funciona más o menos; el otro medio, menos que más, tirando a nada. El médico le recomendó moverse y no apoltronarse. Y ahí lo tienes, cada mañana provisto de la correspondiente muleta tomada al brazo izquierdo, su sombrerito de trama en verano, de fieltro en invierno, bien plantado paso a paso, dando vueltas a la manzana con parsimonia triunfante de dos orejas y rabo. A cada poco se detiene, porque prisa hay para nada, y conversa con algún vecino, con los repartidores del comercio, las marujas que arrastran el carrito de la compra y algún que otro jubilado con parecidas obligaciones en que emplear la mañana. Un poquito de charla y otra vuelta al barrio, como atleta en un circuito de velocidad donde el premio es la vida y el gusto por vivirla. Anda que andarás, Joselito, su muleta y sus sombreros llevan casi un lustro dibujando el perímetro de las horas en su barrio de nunca llegarás a nada si no te atreves a llegar a ser tú mismo. (Esta última frase me ha salido de Dalai Lama, hoy estoy que lo regalo).

En Joselito pensaba justamente hace un par de semanas, cuando las circunstancias de la vida me condujeron a Benidorm (sin lluvias torrenciales, ´laus Deo´), paraíso de la tercera edad y de las sillas de ruedas motorizadas que transportan a ancianos obesos, amorcillados, colorados como tomates maduros, quienes se desplazan de un centro comercial a otro, de la hamburguesería a la heladería, conduciendo a dos por hora sus vertiginosos automóviles. Vértigo da, en efecto, verlos por las aceras, cruzando los semáforos tan despacio en este mundo y tan aprisa hacia el otro, por la autopista que lleva al colesterol rampante, el anquilosamiento, las piernas hinchadas, los brazos fofos y los estómagos de vellón para seis gaitas. Los ves en pareja, matrimonios, amigos, tan campantes bajo el sol levantino que les calienta la sesera con sueños de tercera edad de oro. Sanos, demasiado rollizos para caminar. Opulentos, por desgracia para ellos. Si en vez de habitantes de privilegio en un país donde las pensiones vernáculas son de risa hubiesen nacido donde Joselito, y no tuvieran ni para vivir en Benidorm ni para silla de ruedas BMW, a lo mejor les sucedía el milagro: levántate y anda. Y se apañarían con una muleta de aluminio y un sombrero de paja, con dar vueltas por un barrio donde el centro comercial más sofisticado es la tienda del chino que no es chino, sino moro de la morería, y por eso todos llaman al local ´la tienda del chino que es moro´. Vivirían como hombres (y como mujeres, claro): en pie.

No sé si es cierto aquello de que más vale morir en pie que vivir de rodillas, ni ganas que tengo de comprobarlo. Lo que sí me parece verdadero es que resulta más cabal vivir dando vueltas a la vida, con las suelas de los zapatos pegadas al suelo, que morir genuflexo ante la tecnología motorizada de la decrepitud. Lección que tengo aprendida de Joselito, quien a sus ochenta o ciento siete años, con infarto cerebral y muchísimos kilómetros en ruta, continua saludando a la afición cada mañana y no remata la faena hasta que su nuera llama al móvil para citarlo a comer, que siempre es suerte lucida. Cualquier médico diría que entre ambas conductas, el paseo tenaz estando pachucho o el abandono a la silla de ruedas siendo persona sana aunque emperezada, median la voluntad y la inteligencia. Creo propio añadir otro capotazo léxico: dignidad.

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