Cuando la memoria histórica no interesa, olvida a los suyos

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Los presos del canal

 


¿Por qué ninguna institución con capacidad ejecutiva quiere saber nada sobre las reivindicaciones de los antiguos presos que construyeron, en condiciones de trabajos forzados, el Canal del Bajo Guadalquivir? Aquella enorme obra de ingeniería hidráulica constituyó, desde los años cuarenta, uno de los aportes fundamentales para el desarrollo agrícola de Andalucía y España. Sin embargo, han pasado muchas décadas desde la finalización de las obras y quienes dieron su sudor para construir una riqueza de la que hoy gozamos todos, siguen sin percibir ninguna recompensa -el reconocimiento "moral", en todo caso -, por su extraordinaria empresa.
A nadie con medianas luces se le escapa que la ley de Memoria Histórica, siendo en teoría de aplicación a todas las víctimas de la guerra civil -y de la represión de posguerra -, está siendo aplicada con estrepitoso sectarismo en favor de una causa artificial, el antifranquismo, o antifascismo de posguerra, algo que a los ciudadanos del presente les interesa bien poco porque aquella confrontación acabó hace setenta años, el dictador murió en 1975 y nuestro ordenamiento constitucional está a punto de cumplir tres décadas. El empeño de convertir "la segunda transición" preconizada por los gobiernos de Zapatero en una reedición de la posguerra, como si militarmente hubiesen ganado las tropas de Franco pero moralmente fuera tiempo de celebrar la victoria republicana, es algo tan alejado de los auténticos problemas, intereses y afanes de la ciudadanía que, en este maremagno de despropósitos, se producen situaciones paradójicas, por no llamarlas surrealistas. Son aparatosos ejemplos de la hipocresía y el oportunismo con que se aplica la célebre "memoria histórica"; pues siendo en efecto "memoria", es selectiva. De lo que no interesa, no se acuerda nadie.


Un poco de historia...


Acabada la guerra civil, miles de presos, procesados o condenados en aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas de 1940, fueron concentrados en campos de trabajo. Sobre muchos de ellos pendía la condena a muerte, pena conmutada por la de trabajos forzados. Esta fue la mano de obra fundamental, aunque no la única, en la construcción del Canal del Bajo Guadalquivir, una obra de extraordinarias proporciones que transformó la realidad económica de Andalucía, cambiando radicalmente la distribución de aguas y regadío en la amplia zona de marismas y tierras de secano que se extiende al sureste de la provincia de Sevilla, desde Écija a Lebrija y de la misma Sevilla a Morón. Por reconducción del cauce del canal, el mismo alcanza a las provincias de Cádiz y Córdoba y, en general, de su trazado se beneficia todo el valle del Guadalquivir.
Las obras comenzaron en 1940 y se dieron por culminadas en 1962. Los inmensos latifundios de esta demarcación geográfica se convirtieron en tierras de regadío. Actualmente, la agricultura de la zona depende del aporte de aguas del canal, administrado por la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir.
No todos quienes trabajaron en la construcción del canal fueron presos, aunque sí constituyeron el núcleo más numeroso y estable, la mano de obra fija con la que se contaba para la continuidad de la construcción. En determinados momentos del desarrollo de las obras, los capataces y empresas concesionarias buscaban mano de obra accesoria en las localidades de Dos Hermanas, Bellavista y Torreblanca, núcleos de población que se consolidaron en torno a esta actividad, pues allí residían, por lo general, las familias de los trabajadores, ya fuesen presos o contratados temporales. Aún hay antiguos braceros en Bellavista que recuerdan cómo se convocaban "levas" de hasta quinientos operarios, recogidos diariamente en camiones y transportados al lugar de trabajo, manteniéndose este ritmo de labor hasta acabar los tramos para los que se requería su aporte.


Y mucha falta de memoria...


Catalogados en función de su cualificación laboral, quienes trabajaban en cumplimiento de condena a trabajos forzados no sólo eran obreros de pico y pala, sino topógrafos, ingenieros, delineantes, proyectistas e incluso dinamiteros. Todos ellos, organizados desde 1981 en varias asociaciones de ex-presos del canal, vienen reivindicando la compensación a su tremendo esfuerzo, es decir, que se les indemnice por el trabajo realizado, del cual siguen beneficiándose las generaciones de españoles hasta nuestros días. Su propuesta es muy clara: "Si el Estado no puede o no quiere compensarnos, que se arbitre una ley de cuotas, a cargo de quienes se lucran con el regadío, es decir, los dueños de los latifundios".
Pero el Estado, lógicamente, no quiere saber nada del asunto. Una cosa es remover fosas comunes, quitar y poner letreros a las calles -todo barato, casi gratis, a precios de risa en el todoacién de la pequeña política de gestos -, y otra echar cuentas rigurosas de cuánto dinero se debe a aquellos trabajadores y, en su caso, herederos. La suma puede llegar a lo astronómico, ciertamente, pues no sólo hablamos de veintidós años de intensa actividad constructora, con la mayoría de los operarios sin cobrar un chavo, sino de los beneficios económicos de la explotación del canal durante todo este tiempo. La iniciativa de que sean los actuales beneficiarios del regadío quienes se hagan cargo de esta compensación, mediante un sistema razonable y soportable de cuotas, no parece descabellada. Los oídos sordos del Estado y sus sucesivos gobiernos, también de la Junta de Andalucía y de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, están más que justificados: el latifundio andaluz y la casa de Alba son intocables.


A título de curiosa anécdota, puede comentarse que los fervorosos partidarios de la memoria ejercida como revancha ante un enemigo que ya no existe, exigen desde hace tiempo que se cambie el nombre al canal -todo muy en su línea de gestos, alharacas y pirotecnia con cargo a los humildes presupuestos de cualquier ayuntamiento -; en concreto piden que se rebautice a la colosal obra hidráulica como "Canal de los Presos del Bajo Guadalquivir". Doloroso y pomposo nombre, pardiez. Está claro que esta gente no pudo honrar a los suyos en la posguerra, por lo que pretenden retrotraerla a 2008. Más cerrilidad no cabe.


Los presos del canal existen, están vivos, se les puede ver cada mañana en la peña bética de la calle Guadalajara, en la barriada sevillana de Bellavista, o en el centro de la tercera edad, que queda justo enfrente. Son ancianos tranquilos que juegan al dominó, salen a la puerta a fumar sus cigarrillos, charlan con esa solemnidad antigua de quien todo lo ha vivido y todo lo sufrió; son gente de otra época y otra pasta, hombres con el alma encurtida que, finalmente, gozan la recompensa de ver a sus nietos montando en scooter para ir al instituto. No son muertos sepultos en una fosa común. Son gente que vive y sueña, que late con las ilusiones de cada día y vibra con los goles del Betis o del Sevilla. De esa gente realmente viva muy poco se acuerdan los inquisidores de la memoria. Porque sus anhelos, su convicción, el verdadero reconocimiento a su esfuerzo y pesares, no saldría gratis. Con ellos, la justicia costaría dinero. Y hasta ahí llegó la memoria, faltaría más.

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