Teoría de Sevilla

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Mi amigo Manuel Ruiz Amezcua seguramente sabrá disculpar que interrumpa la aproximada confidencialidad del correo electrónico y que reproduzca, más o menos íntegro, el que le dirigí hace unos días. ¿Por qué? Se lo cuento al acabar este artículo. Tranquilo, caballero, que no es muy largo. «Acabo de recibir ´Jaén, memoria de los sentidos´. Muchas gracias por la exquisita música, tus textos y los de Muñoz Molina y la voz rotunda aunque cercada por la edad -y la enfermedad-, de Fernando Fernán Gómez. Un soplo de frescura (perdona el lugar común, pero es la pura verdad), en estos 41ºC en los que se ha enquistado el verano de Sevilla. Esta ciudad, pobre mía, tiene la desgracia de existir a nivel del mar pero lejos, muy lejos del mar. No soplan brisas aquí, ni buenos vientos con olor a salitre y brea e indecisos aromas de pescado asándose cerca del rumor de las olas. Tampoco hay frescor de las alturas en esta Sevilla plana, aplastada por el sol, que vive bajo su aliento tirano como una mujer abocada a la sumisión, hecha a la idea de que, para siempre, compartirá su vida con un esposo brutal. Ahora me ha dado por preguntarme qué de cierto hay en la alegría de esta tierra, y cuánto de resignación -en todo caso transgresión cuando el amo está ausente-, en la proverbial actitud bulliciosa y despreocupada de los sevillanos. Por fuerza, en un sitio donde vivir de junio a octubre es una tortura, o rompes el velo de la fiesta en primavera y escondes el alma cuando llega el calor, o enloqueces. Así me parece que se está confirmando desde que empezaron las calores. Los sevillanos han desaparecido, sólo asoman al anochecer con actitud reservada, como quien acerca la palma de la mano a la sartén para comprobar si el aceite aún quema. No fantaseaba excesivamente Antonio Machado en su célebre madrigal: «Oh maravilla/ Sevilla sin sevillanos/ la gran Sevilla»; sólo se equivocaba. Cuando los sevillanos se ocultan, el mundo ya no es sitio para vivir. La gran Sevilla se cae de los viejos cuadros, de las antiguas fotos, derretida por el calor. No hay sevillanos desde mediodía hasta entrada la noche, y todos lucen semblante de no haber descanso. Sevilla se borra del mapa, extravía su espíritu durante cuatro meses al año, aunque creo que los naturales lo llevan bastante en secreto. Antes muertos -de calor-, que reconocer la verdad: Sevilla existe de finales de octubre a mediados de junio, el resto del tiempo es recuerdo de sí misma, espera del alivio, aguantar y callar. Todo en silencio, quién lo dijera de esta tierra. Pero cómo repicar campanas cuando nadie duerme... Cierto, llevo días y días sin dormir a gusto, sin descansar como es debido. Sin dormir la siesta... Los granadinos solemos desconfiar de quien no duerme la siesta y de los que proclaman que no les gusta el dulce. Con pavor me doy cuenta de que, como esto siga así, voy a convertirme en uno de ellos. La siesta es imposible entre sudores de miel amarga, o protegido contra el aire acondicionado hasta la irremediable afonía. Los dulces, ay... ¿quién se atreve a meter calorías, más aún, en un cuerpo que las elimina en chorros de sudor? Sevilla ya no es Sevilla y yo, prácticamente, no soy yo. Lo de «vivo sin vivir en mí» también tenía sentido, después de todo. Muchas gracias de nuevo por el primoroso CD. Me ha alegrado la mañana (tórrida). Nos vemos pronto. En septiembre voy unos días a Almuñécar, que debe seguir estando junto al mar, si Benavides no la ha cambiado de sitio. Un abrazo». Ya saben el porqué. Pues sí, qué remedio. Me ha tocado pasar el verano en Sevilla. Martirio y delirio. Y dicen los que saben, o sea, quienes ya lo han sufrido en sus horneadas carnes, que septiembre, depende de cómo venga cargado de humedad, es peor que agosto. Ya les contaré, o no. A lo mejor me quedo en Almuñécar hasta la Navidad, aunque sea viviendo a costa de la beneficencia municipal.

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