La edad oscura

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Creo saber porqué se extinguieron las civilizaciones micénica y minoica: por la calor que hacía. Y que hace.

Nadie en su sano juicio puede pretender que sobreviva una cultura instalada en un jerrizal donde a veintitantos de mayo, a las once de la mañana, caen a pleno rigor mesopotámico 47ªC. No les quedaron ganas de sobrevivir.

La devastación de la Edad Oscura es uno de los grandes misterios históricos. Algunos estudiosos achacan el fin de la edad preclásica, heroica, a la irrupción de los dorios en el Peloponeso tras la guerra de Troya y los movimientos poblacionales que subsiguieron. Otros achacan la catástrofe a las sanguinarias invasiones de Los Pueblos del Mar, que no dejaban de ser masas errabundas en busca de asentamiento. Lo cierto es que la humanidad dio un paso atrás de mil años -semana más o menos -. Desaparecieron la escritura, la arquitectura y el modelado de barro. Cayeron poderosos reinos y esplendorosas ciudades. Se olvidó la técnica de fraguar bronce  -el metal de los héroes -, y habrían de pasar muchos años hasta que la humanidad aprendiese la forja del hierro -el metal de los pobres -. Desapareció el imperio hitita y el egipcio estuvo a punto de correr la misma suerte. La calor es muy mala, que se lo pregunten a los turistas que cada año caen como pajaritos en las tórridas escarpaduras del Parthenón. Suben diez mil cada día y un tanto por ciento no desdeñable bajan con los pies por delante.

Atenas, 28 de mayo. 18´30h. 44ºC a la sombra. Por las inmediaciones de Omonia deambulan embadurnados en el sudor de los nómadas trescientos treinta y tres jóvenes pakistaníes, profesionales del menudeo de drogas; hay también unas cuantas docenas de prostitutas búlgaras y rumanas, avizorando desde la acrópolis de sus tacones; la quincalla electrónica made in China abastace en caudal las compras de los turistas mientras el top-manta senegalés arrasa en la lista de los más vendidos. La última película de Indiana Jones se vende a cinco euros. Cuatro copias tienen superrebaja: diez machacantes. Un grupo de turistas norteamericanos, a la sombra de una cornisa -porque zonas verdes y arbolillos no hay -, se dedican al calmado deguste de un inmenso porro que circula mano en mano; un par de ellos se aproximan a la colipoterra más cercana, interesándose por las tarifas del servicio -a esas horas, con ese calor... -; un automóvil se detiene, hace sonar el claxon y enseguida se arrima un camello pakistaní. El trato se cierra en cinco segundos y doscientos euros.

Servidor aprieta el paso y se refugia en el hotel. Cuando nos extingamos definitivamente, por gilipollas, espero que no caiga en desuso la tecnología del aire acondicionado. Del mal el menos.

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