Trabaja, consume y muere

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El antiguo sueño sindicalista de ocho horas de trabajo, ocho de cultura y ocho de descanso, suma veinticuatro; más una bolsa de pipas y el bonubús de Andrés, treinta y tres.

Ocho horas diarias en el tajo que luego fueron cuarenta semanales. Más tarde, ¿recuerdan?, trabajar menos para trabajar todos. Contratos basura a la chusma, que se conforma con poco. Después llegó la sociedad del ocio. Cuanto menos se trabajaba, más tiempo había para dedicar a la vida cotidiana, ámbito dorado donde iba a darse la auténtica revolución, la de las costumbres, ya que en otras instancias más decisivas del sistema, y por decisión inapelable del Comité Central, no era posible. (Me refiero a la transformación revolucionaria de la sociedad, evidentemente).

Ahora está el asunto de la inmigración. Nos hacen el trabajo que no queremos, dicen, los desechados por estos finos proletarios españoles que por lo visto sienten una fobia insuperable a subirse al andamio, limpiar parques o cuidar ancianos. Eso dicen. Mienten, como es natural, pero lo dicen.

Siempre queda la oficina, aunque la gente que vive entre papeles, instalada ante el ordenador, parece que mayoritariamente pasa la semana anhelando que llegue el viernes, ocian y bostezan el sábado y se deprimen el domingo porque al día siguiente toca volver a lo mismo. Encontrarán los perfiles de su rostro en el espejo licuante de la pantalla, mientras se carga el XP, y echarán cuentas del tiempo que llevan perdido en su banco de la condena, y del que aún les queda, y de que al final de todo aguarda la jubilación, muy cortita, y poco más luego aquella mala amiga que sonríe con dientes de acero. Estremecedora perspectiva.

Aborrecemos el trabajo, según el pensamiento religioso una maldición, un terrible castigo advenido por a saber qué pecados perpetrados por nuestros antecesores antropomorfos; según teorías de más fuste científico y con vitola progresista, alienación. Una forma más o menos sutil de explotarnos a cambio de catorce pagas, un mes de vacaciones, la VISA y la tarjeta de El Corte Inglés. El caso es que nunca tuvo tan mala prensa el trabajo entre la especie. El ideal maravilloso de todo buen currante es que le toque la primitiva, o en su defecto el cupón de la ONCE, y no dar un palo al agua en lo que les quede de vida. Comer, dormir, ver la tele, fornicar y descomer. A eso, en mi barrio, le llamamos la vida del gocho. Al final, ya saben, aguarda la única novedad posible: la sonrisa aquella de dientes de acero que llevaba casi un párrafo sin mencionar.

Tiempos modernos, o mejor dicho, posmodernos; o mucho mejor dicho, transposmodernos: el trabajo ya no es castigo ni alienación, sino una contingencia variable en la vida del pringao (perdón, quería decir el ciudadano), que garantiza suficiente volumen de dinero en el mercado para mantener los correctos índices de consumo. Trabajar, consumir y diñarla. Tales son los tres principios básicos, sagrados, del perfecto humano civilizado.

¿Y si uno cocea a esta filosofía de las cajas de ahorros y afirma sin mayores complejos que amar y trabajar son las únicas cosas que merecen la pena en la vida, y que se metan las ocho horas, la sociedad del ocio, la VISA y las compras de navidad por donde les quepan? ¿Seré un reaccionario, un delirante visionario, un hombre sin conciencia, un tarado, un solemne mentecato? No me pareció nada de eso el eminente psiquiatra que hace un porrón de años se marcó un espontáneo diagnóstico de calle en la plaza de Castro del Río -a la sazón provincia de Córdoba -, después de habernos tomado unas cocacolas y unas tapas; y eufórico que estaba el hombre, me parece, porque su joven prójima le estaba repasando la barba a besos chicos:

-Amar y trabajar, Pascual, no lo olvide. Amar y trabajar... no hay otro camino.

Amar y trabajar, apunté en mi agenda para que no se me olvidara nunca. Bueno, y la libertad. Y si es posible, algo de literatura.

¿Puede ser o no puede ser? Porque un servidor quiere asemejarse en algo a los finales de Indro Montanelli, quien a los 92 años escribió un artículo en el que daba consejos a los jóvenes periodistas que se iniciaban en el oficio y al día siguiente se murió. A eso se llama trabajar y amar lo que se trabaja. Eso es saber ganarse el único fin de semana que vale la pena, el que no termina ningún domingo por la tarde. Nunca.

La primitiva ya tocará en mejor ocasión.

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