Stalinismo ahora

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Lo peor del stalinismo no es que consolidara una dogmática perversa y un régimen político que además de aplastar las libertades de los ciudadanos edificó al Estado caníbal sobre la miseria y la muerte -el asesinato propiamente dicho -, de millones de personas. Lo peor es que tuvo la siniestra habilidad de pasar a la Historia como una deformación, una rara enfermedad, una anomalía o disfuncionamiento, por casi nadie deseado, de la teoría política que lo hizo posible. De tal modo, el marxismo leninismo se sucede a sí mismo como una ideología perfectamente legítima a partir del XX congreso del PCUS y la denuncia de los crímenes del stalinismo, más o menos puestos en evidencia por el inefable Nikita Serguéyevich Jrushchov. La idea era buena, las intenciones también, pero desafortunadamente la conducción de la nave cayó en manos equivocadas. Una pena. Un error que pagaron con la vida y el aniquilamiento moral y espiritual varias generaciones de infortunadas víctimas de esta monstruosidad.

A nadie se le ocurriría señalar al "hitlerismo" como un lastimoso fallo de la benévola ideología nacionalsocialista, ni al "mussolinismo" como una deformación asilvestrada de los nobles ideales fascistas. A partir de su derrota en la guerra mundial, y a pesar de los esfuerzos de muchas personas afines a estos movimientos, quedan desautorizados como alternativa real de gobierno e incluso se ilegalizan algunos de sus sesgos doctrinales, como la negación del holocausto o la apología de la superioridad racial. Sin embargo el marxismo leninismo salva los candelabros de plata y consigue echar la culpa de su fracaso histórico y de sus atrocidades a la maldad de un solo individuo, en todo caso la cobardía o incompetencia cómplice de una burocracia que no tuvo el coraje de cortar por lo sano y acabar a tiempo como aquellos desmanes.

El stalinismo, por otra parte, encarna una concepción rotunda sobre la necesidad histórica de su repulsiva presencia. Si el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano fueron fruto de una voluntad de hacer, una alternativa arriesgada que triunfó en un momento determinado de la historia de Europa aunque bien podían haberse quedado en agua de borrajas, el stalinismo surge, según los teóricos del marxismo ortodoxo, como resultado previsible de la imparable lógica de la Historia. La dictadura del proletariado, ejercida en nombre de esta clase social por su vanguardia, es decir, la burocracia del Partido, no es únicamente una opción política radical sino una ley científica que se cumple con la misma exactitud que el teorema de Pitágoras. El desahogo moral que anestesió durante muchas décadas a la intelectualidad europea fue de misa de doce: lo que sucedía en la URSS y en los países del Este confirmaba las leyes marxistas sobre el devenir de la Historia. De su consecuencia, nada se podía oponer y mucho menos hacer en beneficio de las masas esclavizadas y masacradas por el socialismo realmente existente. La Ciencia tiene estas cosas y contra la verdad incontrovertible de que dos y dos son cuatro, ¿quién alzaría su voz? En su novela 1984, lo advertía el extraordinario e insólitamente crítico genio de George Orwell: sólo los locos, los que descreen de la realidad y niegan la evidencia son capaces de poner en duda la incontestable supremacía del Gran Hermano.

¿Y ahora? Porque este artículo se titula "Stalinismo ahora", y algo habrá que decir al respecto.

El stalinismo es el extermino físico de la disidencia, pero llega más allá en su titánico fervor por el dominio de cuerpos y almas. No se conforma con matar a sus adversarios sino que necesita convencer al pueblo que de, en realidad, dichos enemigos nunca existieron; nadie fue tan imprudente, necio o malicioso como para poner en entredicho la legitimidad del sistema. A la oposición se la aniquila y se la hace desaparecer de la memoria, tanto individual como colectiva; se la borra de las fotografías oficiales, de los periódicos, de los documentos del Partido, de los libros de Historia. Nunca fueron. Y como nunca fueron, nunca nadie puso en solfa a aquel odioso régimen, el cual, mire usted lo que son las cosas, no pudo cometer crímenes contra sus adversarios porque, oficialmente, nunca los tuvo. Bueno... alguno que otro se admitía, pobres dementes que se curaban de sus trastornos psicopáticos en los campos de concentración siberianos. Nada de importancia, nada que no curase la terapia psicológica de veinte años de pico y pala.

¿Hoy? Parece claro que hoy ningún gobierno democrático aniquila a su oposición, cosa que es muy de agradecer. Pero, ¿y sobre lo demás? ¿Qué hay de lo que sucedió y como no debería haber sucedido se trata como si, en efecto, jamás hubiera pasado? ¿Qué hay de la memoria individual de todos y cada uno de los ciudadanos que integran la nación? ¿Por qué se legisla sobre memoria oficial? ¿Por qué el poder del Estado se considera con suficiente y sobrada autoridad ética como para establecer lo que puede o no puede ser recordado, la versión única y obligatoria de los hechos, lo que por fuerza de ley debe ensalzarse o es preciso execrar de nuestro pasado común? Renacen con pleno vigor dos conceptos muy estimados por todas las dictaduras: obligatorio y prohibido.

¿Stalinismo hoy? Parece imposible, casi un absurdo.

¿O no?

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