11-M, la imposible justicia

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Hace muchos años, un excelente profesional del derecho me aclaró este asunto. "De los tribunales salen sentencias, no la justicia", afirmaba resignado y un poco rectoral. Y acabó la lección: "Las sentencias judiciales sancionan la conducta malhechora e intentan compensar, en la medida de lo posible, a las víctimas del delito. La justicia no es patrimonio de la objetividad en el proceso sino que pertenece a la conciencia de cada uno. Decimos que se ha hecho justicia cuando sentimos resarcimiento, algo completamente subjetivo".

Las víctimas de la brutalidad homicida del 11-M, sus familias y seres queridos nunca obtendrán justicia. ¿Cómo puede hacerse justicia, literalmente, a quien perdió la vida aquella mañana de fuego y sangre en Madrid? ¿Quién, cómo, qué puede compensar a las personas amadas que vieron criminalmente cercenados los vínculos del afecto, pasando en un instante del sosiego cotidiano a la pesadilla del horror y la muerte? ¿Cómo resarcir a quienes, al cabo de cuatro años, siguen precisando asistencia médica y ayuda psicológica, torturados por las secuelas de aquella sanguinaria fechoría? La respuesta está en la mirada perpetuamente triste de las víctimas. Nada ni nadie van a disipar el recuerdo, el vivo dolor, las noches en vela, el mal oscuro de los que tanto sufrieron. Su único consuelo, aprender a sufrir para siempre y que tan árido sendero no los conduzca a la desesperanza en la vida.

Cosa distinta es el castigo a los culpables de esta desolación. Son muchos miles de años de cárcel los que han caído sobre ellos. Si nuestro sistema penal fuese tan riguroso y desacomplejado, es decir, tan valiente y pleno de autoridad como el francés o el británico, los terroristas y quienes colaboraron con ellos pasarían el resto de su podrida existencia entre rejas. Pero aquí, claro, somos los más piadosos del mundo. Ya verán cómo esos miles de años se transmutan, en virtud de la alquimia redentora de nuestra política penitenciaria, en un par de décadas como mucho. Barato sale dinamitar las entrañas de la ciudadanía y, de paso, destrozar unos cuantos centenares de vidas.

"Odia al delito, compadece al delincuente", rezaba en otros tiempos la humanitaria leyenda en el frontispicio de la prisión provincial de Granada, mi ciudad. En este caso, el odio al delito no parece llevar aparejada la compasión a quienes lo urdieron y perpetraron. La actitud coherente del Estado sería encerrarlos y tirar la llave al mar. No faltarían, desde luego, defensores de los derechos humanos que calificasen esta medida de injusta, privativa del derecho de reinserción a los asesinos. Tendrían razón. Presuponer que un fanático terrorista va a serlo hasta el fin de sus días, sin posibilidad alguna de que pueda arrepentirse, comprender el alcance de su culpa y convertirse en un ciudadano normal, no es justo. Pero qué le vamos a hacer, ya se dijo al principio de estas líneas que la justicia es un anhelo imposible de alcanzar en este mundo. Las víctimas llevan demasiado tiempo padeciendo las consecuencias de tal evidencia. Ahora, debería tocarle a ellos.

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