Deportes

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Me gusta el deporte. Evidentemente no los disfraces de deporte estilo automovilismo o motociclismo, por los cuales suspiran las cadenas televisivas. Tampoco el antiecológico golf o la servidumbre animal de la hípica. Sin embargo, disfruto con un buen encuentro de fútbol, con una carrera de 100 metros lisos, con un partido de tenis o waterpolo. Recuerdo goles del ex valencianista argentino Claudio “Piojo” López, o tantos de Rafael Nadal, memorables, acciones de arte efímero tan sólo experimentadas por los aficionados. De pequeño, era el valenciano y después madridista Miguel Tendillo mi gran héroe, y en la pista de tenis el checo Ivan Lendl. Evidentemente, ahora ni juego ni a uno ni a otro, y mi acceso a ellos es reducido y siempre secundario.

Pero el deporte, por ejemplo el fútbol, ha pasado a ser, para el espectador, de casi un ritual y un acto de socialización (el partido de los domingos por la tarde) a una forma de vida (con encuentros cinco días de la semana). Y, para los profesionales, se ha convertido en un trabajo en vez de en una pasión. No hay colores en el fútbol, dicen, pero tampoco los encuentro en otro sitio (la vela, el baloncesto…). Y el melting-pot de las ultimísimas selecciones nacionales (pensemos en Francia o en Inglaterra) ha arrumbado cualquier orgullo autóctono de país.

Con todo, las televisiones continúan colocando al deporte en primera línea. De hecho, es el único apartado en un informativo con presentador propio y cabecera autónoma. Ni internacional, ni cultura (¿hay en la TV?) ni política la merecen. Aunque la pregunta es si ocupan primera plana los deportes o los deportistas (y, de éstos, los millonarios, y de éstos los del Real Madrid). Sea como fuere, el culto al dinero, al ruido y un personalismo enfermizo dicen bien poco de una sociedad. O demasiado. Héroes descabalgados en el transcurso de la historia.

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