Gran Teatro Cervantes

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Al Gran Teatro Cervantes se le cae cada día una tesela, el ojo cerámico de una cariátide, un entelado de seda de León de Francia aunque todo se trajo de la Madre España, tan a la mano en los días claros y tan lejana en los exilios. El gusto burgués, el mecenazgo, envió la fachada de Mata, los decorados de Bussato, la cúpula que pintó F. Ribera y que hoy conoce la humedad. Según quiso la época, tenía arquitectura de bombonera, de caja-música o estuche de tocador. Las ratas ahora hicieron su nido en el patio de butacas como las golondrinas que vuelan por el paraíso hicieron el suyo en alguna voluta de oropel. En el foyer, dos momias vestidas de esmoquin beben vino andaluz, criado bajo la misma flor, por el mismo viento que en Tánger briza cada tarde las palmeras. El Cervantes es ruina y materia de elegía, entregado al naufragio hasta que un español pasa por allí y sabe que los franceses no hubieran hecho lo mismo con un Teatro Molière. Es otro pecio de la Hispanidad perdida, el viejo Cervantes, el Gran Teatro Cervantes que se edificó por mano privada en el año 13 y en el año 18 recibió la visita de Caruso. Antes y después pasaron Margarita Xirgu, María Guerrero, toda la genealogía de la copla. "Aquello no era de Franco ni de la República, aquello era España": quizá una España desarrapada, alternativa, desarraigada, folklórica, sin duda ya olvidada. Entonces Tánger era cosmopolita como "un París en chiquitito", con mujeres españolas que hablaban yaketía. Tenía la fama justa de ciudad-ramera, un cuadro de cubismo frente al mar, pero tenía también su hospital español, sus iglesias católicas, el apéndice en formol de Juan Carlos I, rey de España. "¡Qué de luces, qué de colorines! Todos los jardines de la ciudad se han volcado esta noche en el Teatro Cervantes", diría Juanita Narboni, antes de enamorarse del Zorro un domingo de piñata. Cervantes délabré en la calle de Esperanza Orellana, como cuenta todavía un azulejo sevillano en esa parte de España que fue Tánger.

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