Pla gastrónomo

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Alguna autoridad debería enviar a los cocineros de vuelta a la cocina para que los viejos epicúreos vuelvan a escribir con prosa sensual y relajada y el poder de amenidad de la divagación. El mejor epicureísmo ha tenido siempre sus matices de reacción entre otros motivos porque nada hay más conservador que el paladar. Temperamento conservador, Josep Pla conoció el tiempo tremendo de la achicoria y los sucedáneos, frecuentó las buenas mesas de París y pudo observar que, con la llegada de los congeladores, los guisantes dejaban de ser una epifanía de la estación. Mucho antes, Pla había tenido una crianza con los gozos de "nuestra vieja cocina familiar". Es así como pudo hacer el camino del sentido al gusto y escribir con la autoridad de la sensatez y una arbitrariedad juiciosa que deja menos sitio a la manía que a la crítica. Hoy por hoy, "nuestra vieja cocina familiar", la cocina nítida del mar y de la tierra, está en el ámbito de las grandes ilusiones del espíritu o en las páginas catalanas de la Guía Michelín. Nadie escribió mejor que Pla esta elegía, por más que el escepticismo le impidiera la exageración y la literatura le alejara de la exposición convencional de los lamentos. "El coñac, la chartreuse, la benedictina o el anís (…) eran sustancias reconocidas como las más positivas y buenas que la inteligencia humana había imaginado". Cualquier profeta de la inanición o de la macrobiótica expondrá aquí su santo escándalo, en tanto Pla se vuelve a los placeres inocentes del comer, contiguos siempre a la conversación y la celebración, al vino cálido y al humo del habano que prolonga con tanta beatitud las digestiones. Con el leve desdén de no reivindicar nada, la prosa de Pla enseña que la sensualidad es el criterio óptimo para escribir sobre gastronomía, por encima de la novedad o de la exquisitez. Por otra parte, Pla entiende los magníficos artificios de la cocina, del plato que lleva su pequeño envío de geografía humana, antropología del paisaje o historia natural. Después de Josep Pla vendrían Néstor Luján, Xavier Domingo, Joan Perucho: otros viejos epicúreos que supieron que la trufa es buena no por ser cara sino por ser trufa. Es un recorrido que tal vez lleve de la cocina a la moral.

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