Por mucho que nos empeñemos, la paganización de la virtud no deja de ser un juego de artificio.
Entiéndaseme bien, con esto no quiero decir que el estar adscrito a esta o aquella religión constituya requisito sine qua non para el virtuoso, una conclusión demasiado burda como para ser considerada.
Como el negativo de la fotografía, la virtud soporta el destello de una realidad trascendente convirtiendo al ser humano en algo más que una ínsula de minutos.
Constituye la oportunidad de remontar la frágil combustión de una vida.
Una evidencia diáfana que suele indigestar el festín de una sociedad enferma de hedonismo nihilista y relativismo moral.
Evitando todo laberinto etimológico, la superación del talento es una labor sobrenatural del espíritu cuyo éxito queda en manos de una Voluntad superior e inalcanzable para todo hombre.
Y es que son muchos los que emulando a Ïcaro, pertrechados por lustrosas alas de cera, han corrido ciegos hacia su rotunda caída.
Lamentablemente para algunos, esto es algo que no se puede paliar con un curso acelerado de civismo.
Complicada reflexión para el que no cree en nada, o mejor dicho, para el que cree en demasiadas cosas.