Donde hay un sillón Wassily debe saberse que no muy lejos hay un necio: concretamente, su dueño. El hecho de que la necedad sea ya irreflexiva o involuntaria la vuelve más grave justo porque es un mal hecho convención. Se han vendido millones de sillones Wassily, muy para el contento de los fisioterapeutas, no casualmente especialistas muy buscados de unas décadas a esta parte. Más buscados que los ebanistas, desde luego, aunque sólo sea porque los ebanistas son inencontrables después de que los diseñadores terminaran con ellos.
De jueves a viernes, he visto dos salas de espera con sillones Wassily, asientos en los que son inviables muchas cosas: quedar cómodo, mantenerse elegante, incorporarse, cerrar las piernas, no hundirse o ser engullido sin remedio, apoyar la cabeza –no digamos ya cabecear-, o simplemente sentarse a descansar o a leer. Por supuesto, resultan imposibles para conversar o tomar una copa en compañía, o para que de un asiento a otro una cabeza busque un hombro. En fin, con sillones Wassily no hubiera habido ni cultura de salones ni cultura de cafés, ni pubs donde brindar las penas, ni siquiera tardes de verano y letargia con fondo de Tour.
De alguna manera, el sillón Wassily es todo lo que un sillón no debiera ser, algo así como coger siglos y siglos de transmisión de preocupación ergonómica y voluntad de belleza y abandonarlos a la maldición por puro adanismo ideológico. Valga lo mismo para la silla Barcelona de Mies van der Rohe, de la que uno no puede surgir sin un poderoso golpe abdominal, o sin un malestar lumbálgico, si es que uno no opta por quedarse sentado con los brazos por el suelo. Alguna perversión hay en que el gusto estetizante compense a tantos decoradores y aficionados del desagrado real y reconocido de sentarse en esos asientos: en esto, ay, se parecen al burgués que ve de buen tono comprar la pintura que ni entiende ni le gusta. Claro que hoy nadie puede oponerse a su dictador-decorador sin pasar por filisteo. ¿Cómo serán de volubles personalidades, gustos y querencias fundamentadas para que algunos encuentren tanto placer en que se las humillen?
La transigencia o el entusiasmo con tantos hitos de la arquitectura y el diseño del XX lleva a la pregunta de cómo es posible que haya triunfado algo tan ajeno a instintos bien arraigados y a logros seculares. El sillón Wassily, por ejemplo, no puede mejorarse ni empeorarse: protegido por propiedad intelectual, nadie puede enmendarlo, corregirlo, adaptarlo. Es decir, todo lo contrario de lo que había sido la historia del mueble, con minuciosidad absoluta para mejorar lo precedente, lo heredado. De los artesanos a los diseñadores se han invertido los términos: antes, un mueble bueno llegaba a recibir el nombre de su artífice; ahora empieza por él y hay que comenzar siempre de cero. Vamos del oficio al narcisismo. Así, antes se avanzaba y ahora no se avanza: desde el advenimiento de las vanguardias, la sustancia de la vida doméstica no ha hecho sino decaer. Baste pensar que las antigüedades se venden más que nunca y a nadie se le ocurre, sin embargo, vestirse como en tiempos de Lord Byron. O la decoración desasiste a nuestra época o la retrata de modo negativo.
Nos sentamos en un sillón Wassily, en la consulta de un médico, y pensamos qué fue de la escena de butacón con chimenea, pecado burgués como aquel sillón orejero tan hecho a las misericordias de la siesta. La ropa, los coches: todo ha evolucionado para hacerse más conforme al hombre, más cómodo incluso; no así –no siempre-, las casas, el diseño. Por supuesto, el sillón Wassily es lo que hoy se concibe por clásico. Pero recordemos que la memoria cultural es cada vez más escasa y que ahora por clásico lo que se entiende es Mick Jagger, es decir, que la cultura como red de referencias con significado es algo que, para la mayor parte de la gente, empezó hace más o menos cincuenta años, y a esto se le da el valor absoluto de quien cree vivir en la cima de sabiduría de todos los tiempos. En cuanto a la defensa de la comodidad, es madre de lo doméstico: si queda abolido el confort, queda abolido el pasado, las camas que cobraban significado porque en ellas se nacía y se moría, algo que nos recordaba a algo o a alguien, el mismo consuelo de nuestro reflejo en las cosas, la memoria y los arraigos.
El minimalismo actual, que nació obrerista y sólo después se fue orientalizando –con la ligereza conceptual que viene al caso- es una práctica en la que han desaparecido todas las gracias de la fragilidad y la imperfección humanas, de lo gozosamente habitable: ahora, una mancha en la pared queda para la eternidad mientras una toile de jouy aguantaba la caída de muchas tazas de té. En un baño ultraminimalista, una pastilla de jabón a medias es un crimen. Esas casas minimalistas son las que menos se pueden tocar: no es menor que hayan acabado con la gracia, que es la belleza en el tiempo, ausente de lo perfecto y lo sublime; con la sprezzatura del desorden vividero, con la misma posibilidad de vida familiar. De eso también hemos visto mucho en muebles: consúltese en los libros de Mario Praz, por ejemplo, el primor y el detalle estético y práctico con que trabajaban los ebanistas del pasado, estudiando hasta la perfección el mullido de un cojín durante años. ¿De verdad hay que sentirse superiores por haber inventado la ‘mug’ frente a la complicación tan precisa del servicio del chocolate a la española?
¿Cómo han sido tantos –de la Bauhaus hasta ahora- tan arrogantes como para pensar que esos siglos nada podían enseñarnos, que eran tan inferiores a nosotros que debían ser borrados? Sí, es la arrogancia de pensar no ya que iban a hacer un mundo nuevo sino que iban a hacer un mundo mejor, en el que las sillas ya no iban a servir para sentarse sino para cualquier otra cosa. Cada día hay un pobre hombre que se rompe la cadera al despeñarse de la silla de metacrilato de un bar ultramoderno. Cabe insistir en que la humanidad lo acusa: en una ‘unidad habitacional’ serían imposibles las escenas de salón Henry James o de Edith Wharton, gran teórica del interiorismo, por cierto. Y alguien les robó a las viejas del mundo las sillas de anea en que se sentaban a coser a la puerta de sus casas.
De alguna manera, vivir en una casa minimalista sólo es posible como proyecto o militancia estética. Al cuerno la vieja sabiduría de que las casas duran más que los hombres. Era la casa –nuestra casa- la que terminaba por vivirnos en "reclusión del infinito", como quería la Sévigné. Ahora daría lo mismo mudarse al quinto izquierda. En fin, las cochiqueras hacen cerdos y perder el valor de lo doméstico deshumaniza al hombre: adiós al ‘siéntate bien’, igual que en los anuncios los niños cogen el tenedor como hotentotes mientras los padres ríen. Cada vez más gente no se sienta sino que se tumba.
En España hemos sido muy reprochablemente desdeñosos de nuestro pasado, en demolición orgiástica de las sabidurías de la arquitectura popular, cortijera o nobiliaria. Teníamos casas magníficas; cada vez quedan menos. Pienso en el campo: Inglaterra dista de ser el paraíso pero hace años que existen movimientos, más que conservacionistas, enamorados de un pasado, de las casas de campo con jardines, de las rectorías. ¡Qué hermoso libro de historia cultural habría sobre los cortijos del sur, los cigarrales manchegos, las granjas castellanas de tiempos de los Austrias, los caseríos del norte, las mismas casas de indianos, las cocinas del Levante o esos palacios de Mallorca a los que llaman ‘casas’ con tanta nonchalance!
Popular o noble, todo tenía su función, su congruencia, todo revelaba algo de la lucha de la inteligencia por habitar un mundo hostil, como una lucha finalmente por la dignidad. Incluso el mismo afán ornamental estaba en las entrañas de lo humano como necesidad de vinculación e individuación. Esas cosas no gustaban a Le Corbusier, totalitario revestido de arquitecto y partidario –muy en serio- de demoler París, entre otras barbaridades que el papanatismo popular y el mandarinato universitario le rieron. Ha venido resultando fascinante, como todos los totalitarismos que buscan la perfección a costa de la humanidad y que por eso mismo siempre pueden justificar sus fracasos: por remitirlos a una idea superior que en realidad no existe. Del barrio a la vivienda social, ya lo único que nos une a los vecinos es que sus ruidos nos molestan. En cuanto al diseño, cabe preguntarse si habrá alguien en el mundo que no estaría mejor en una sala de espera sentado en un chester y no en un Wassily: aunque a los chesters, por disimulo o voluntad postmoderna de pastiche, los tapizan hoy de vinilo color chicle. Ahora: lo curioso es que no pocos diseños y arquitecturas ejercen su atractivo sobre nosotros pues al fin y al cabo las entendemos y somos sensibles a ellas por esa fatalidad de ser contemporáneos.
De cómo el diseño y la arquitectura moderna han buscado acabar con las casas y los hombres
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