Ha habido una estética autocompasiva del mileurismo que, entre otras cosas, parece desdeñar el valor y el esfuerzo que representan mil euros y pasa por alto que el colectivo mileurista es tan amplio que abarca lo mismo a aprendices de electricista que a doctores en Arqueología. También se abstrae el dato de experiencia de que cada generación ha tenido problemas no muy distintos para abrirse paso en la vida y prosperar. Eso ha quedado como mito fundacional de muchas familias. El señor que vive en Velázquez tal vez empezó viviendo en Orcasur. La dosis de compasión y autocompasión con que se suele informar del mileurismo estrecha la realidad ante la que se ven y son vistos los jóvenes españoles. Es un fatalismo que lleva a la inacción y por tanto instiga una cierta irresponsabilidad. Ha habido algún que otro gesto partidista en forma de subsidio para cortejar ese posible voto de descontento aunque tal rasgo de oportunismo hace a los partidos rehenes de sus promesas y segmenta de modo impropio a los votantes. Por otra parte, ese mileurismo es una realidad tan amplia que no tiene mayor causa política conjunta que un cierto escepticismo ante la política. La revista “Time” trató este tema recientemente con superficialidad y algo de lagrimeo.
Como sea, la vivencia del miedo y de la desilusión es algo palpable. Existen el pavor real y la sensación de desamparo. En realidad, todavía se trata, casi siempre, más de aprensiones previas que de materializaciones reales pero no muchos lamentan la perspectiva de afrontar lo que consideran los mejores años de sus vidas intentando sacarse adelante no ya a sí mismos sino a un país. En España, la familia sigue siendo un gran apoyo y da cobijo y pensión: sólo hay que ver el número creciente de opositores. Está por ver cómo afecta a esto, si se mantiene, la actual desmembración de la familia y la pérdida de las clases medias como generadoras de valores, certidumbre, arraigo y solidez. En todo caso, una generación crecida en el cortoplacismo ha de aprender el largo plazo.
En parte, se trata de una generación del desengaño que ahora empieza a creerse que la realidad que van a afrontar puede no implicar una mejora continua. Se reajustan o se posponen las pretensiones y el que creció en el piso de Velázquez se mudará a Orcasur porque el sueldo llega a eso. Uno piensa que, ante un dato que salta a ojos vista –tenemos la generación a la vez peor y mejor formada de nuestra historia-, no hubieran estado de más las destrezas que se han perdido al tener la generación menos culta en el sentido clásico de la palabra. Así se han degradado nociones bien comprendidas en torno a la voluntad y su elasticidad y potencia o cómo la precariedad no es la excepción sino que es rasgo constitutivo y esencial, además de palpable en la experiencia histórica. Y es que hay algún rasgo nihilista: esos “funemployed” sin motivación ni empeño, sin ilusión, sin más horizonte que írselas apañando con el subsidio y algo de aquí y algo de allá. Es un hastío. La reconfiguración de las pretensiones lleva al desaliento total en muchos casos.
El énfasis excesivo en la maldad de la situación termina no ya por descorazonar a las personas sino por deslegitimar la queja. El saber tradicional consistía en asumir que la única justicia que podemos esperar del mundo es que al menos nos dé la oportunidad de esforzarnos. Si esto se pierde, se pierde también el convencimiento de que, al final, el esfuerzo es recompensado. Con la conciencia de un mundo, por otra parte, lleno de éxitos súbitos y totales –futbolistas, pintores, escritores, financieros-, se difumina la noción que apunta un manual de autoayuda del siglo XIX, de cuando los manuales de autoayuda instaban a luchar: “el mejor tipo de progreso en la vida es comparativamente lento”. Mejor la maratón que el sprint.
En realidad, desaparecida la “crisis de los cuarenta”, hablamos de la “crisis de los treinta”, edad en la que hoy pueden haberse cumplido las experiencias vitales –comodidad, afectos, viajes- que antes tardaban una vida en cumplirse de modo que sólo queda la aspereza del mundo adulto. Eso coincide en el tiempo de la vida con el tradicional fin de la formación, de la “Bildung”: resulta que, cuando uno tenía que salir al mundo, está desencantado previamente de él, sin armas, con sensación de ciclo cumplido e improrrogable. Queda ahí una especie de juventud flotante, casi perpetua, con tantos de treinta y muchos años jugando a la consola, afectos a las artes del dejarse llevar, sin una de esas tradicionales vocaciones que daban orientación a una vida. Sin grandes vocaciones no hay grandes esfuerzos y eso ha sido muy minado, en parte por la insistencia educativa en lo pragmático absoluto, insistencia más seria que el idealismo progre pero también negativa en tanto que desarma la conciencia. Algunos valores no se han impulsado y otros han sido erróneos. Un estudio citado por la espléndida revista In Character cuenta cómo los alumnos –ámbito fácilmente extrapolable- no mejoran sus calificaciones ni rendimientos por la autoestima sino por el autodominio que a la larga se plasma como esfuerzo. Si los mimos han sido generales, la autocompasión con que se vende el mileurismo no hace sino magnificar sus efectos, presentando a jóvenes capaces como inútiles ante el gran Leviatán que les espera.