Estaba despierto en la madrugada viendo CNN al otro lado del Atlántico, cuando de repente apareció el urgente sobre la súbita hospitalización de Michael Jacskon y de inmediato las imágenes del hospital a donde fue llevado y la casa rentada en Los Angeles donde vivía y se preparaba para el esperado retorno, programado para julio en Londres.
Poco a poco la noticia, que ya estaba confirmada en otros canales y sitios de la farándula, se fue oficializando y de súbito nos vimos todos inmersos en un acontecimiento mediático de carácter histórico, del rango de las muertes de John F. Kennedy, el Che Guevara o John Lennon.
Los contemporáneos de tres generaciones hemos vivido a lo largo de nuestras vidas acompañados por la dúctil voz y la danza milagrosa de este ídolo popular contemporáneo, que aprendió las astucias trabajando desde niño en el grupo Jackson Five o cuando asistía, transido de admiración, a las presentaciones del mimo francés Marcel Marceau, su gran cómplice, maestro y modelo.
El mimo es un artista esencial que nos cuestiona con gestos y silencios y resume en su increíble poesía abstracta tragedias, dramas, guerras, risas, felicidades, olvidos, amores y muertes. Marceau, que fue uno de los grandes del siglo XX al lado de su predecesor Charles Chaplin, recorría el mundo en medio de las guerras provocando admiración en sensibilidades de todas las edades y castas. Jackson lo admiraba y algunos de sus pasos y trucos escénicos los aprendió viéndolo en sus presentaciones estadounidenses, a donde exigía ser llevado cuando apenas era un adolescente que se transmutaba en el monstruo, en el fantástico freak necesario que poco a poco surgió de la crisálida de su leyenda.
En 1978, cuando salió Thriller, todos los jóvenes de la época quisimos movernos como él, seducidos por sus peripecias y la contundencia de una voz que parecía provenir de una mezcla de castrattis de comedia italiana y cantantes de operetas bufas decimonónicas trasladados por la máquina del tiempo a un siglo raro y posterior. Después de la explosión hippie y del rock que todavía domina el canon del pop mundial, las leyendas de la década de los 70 fueron el italiano John Travolta y sus pasos de disco en discotecas plebeyas estadounidenses y Michael Jackson, que dio nuevo impulso entre los blancos a la discriminada raza negra, golpeada por la muerte de Martin Luther King.
Nadie podrá negar el fenómeno popular de estos dos seres salidos del margen proletario de la cultura norteamericana, cuyas músicas y gestos se reprodujeron como pólvora en las más lejanas discotecas y en los cuartos de adolescentes y jóvenes del orbe, que en la soledad imitaban sus pasos como antes sus padres o tíos imitaron a los malevos de West Side Story y los movimientos de cadera de Elvis Presley.
John Travolta se salvó de la tragedia tras su largo paso en el desierto del olvido, pero Jackson se transmutó frente a nosotros en hermano raro, trasvesti, transgenérico, salido del Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde o de las novelas de vampiros u hombres lobo. Gracias a la nueva red mundial de televisión y a la proliferación geométrica de imágenes que han hecho del mundo un gigantesco e incesante Times Square, conocimos a veces con mucha mayor precisión los detalles de la vida del ídolo que la propia o la de nuestros allegados. Sabíamos que Elizabeth Taylor lo adoraba, lamentamos la frialdad de sus progenitores, el rumbo disperso de sus hermanos, la soledad del payaso millonario encerrado en sus enormes mansiones y hoteles, preso de sus pulsiones sexuales y la androginia anómala en un mundo de puritanismos e hipocresías.
Y para agregar aun más elementos fascinantes al cuadro, el personaje invertía su dinero en delirantes proyectos de cirugía plástica y planes de lograr la eternidad en extrañas y futuristas cápsulas transparentes de oxígenos interplanetarios. Todo podermos decir de él, menos que careciera de originalidad desbordada y que en su quimera metafórica nos mostrara en vivo y en directo la pulsión universal y permanente del ser humano por transformarse y escapar de sí mismo. No sólo era pues un artista, sino un filósofo de facto, líder espiritual extraterrestre que nos invitaba a la transmutación esquizoide, al escapismo del transformista Houdini, a una liberación metafisica, ontológica, más allá del ser y su mundo, del ente y sus ataduras.
Y en el último tramo de su representación permanente asitimos al juicio en directo de sus evidentes pulsiones pedófilas, a su amor desmesurado e incontrolabale por los muchachitos, a los que amaba, deseaba y llevaba a su cama como si se desease y se amara a si mismo, al artista niño que no tuvo infancia, enmarcado en la horrible estructura laboral adulta, cuya metáfora es la mostruosa industria de Charlie y la Factoría de chocolates de Tim Burton, con su misterioso Johnny Deep, el mismo de Eduardo Manos de Tijera.
Jackson, que vivía inmerso en el mundo de sueño de Alicia en el país de las maravillas del otro gran pedófilo tierno, Lewis Carroll, creyó poder decirle al mundo que no era malo dormir con muchachitos en su gran castillo de Neverland y tal vez dejarse tocar por ellos y acariciarlos entre osos de peluche y relojes de fantasía. Así apareció en la fatídica entrevista que revivió el juicio, tomado de la mano de uno de sus últimos niños amantes, como una década antes lo hizo en los fastos de un palacio Mónaco al lado de otro jovenzuelo, con quien vivía una verdadera luna de miel.
Con esos efebos amantes que al parecer fueron muchos y complacientes, Jackson dio la espalda a los adultos, a un mundo de violadores que a lo largo de la historia hizo del cuerpo humano una moneda corriente de cambio oficial o no oficial, ante la mirada lasciva y permisiva de patriarcas, mamás grandes, madres superioras, Papas, Ayatolas, rabinos, pastores y fiscales como el que llevó al viejo Bill Clinton a juicio por una felación en la oficina oval con la joven Mónica Lewinsky.
Hasta en su vida amorosa nos sorprendió Jackson, casándose con la hija de Elvis Presley y concibiendo tres hijos en condiciones aún más extrañas, lejos de las triviales historias mafiosas de Marylin Monroe y sus amantes presidentes o de Silvio Berlusconi y sus lolitas en las mansiones del poder mediterráneo, o de los harems islámicos y asiáticos, lejos del gran burdel mundial, de Britney Spears, Brad Pitt, Angelina Jolie, Jennifer López y Paris Hilton. Humillado y narcotizado hasta la saciedad, el ícono de nuestro tiempo fue entregado envuelto en una sábana blanca sobre una camilla para la autopsia, que será sin duda la autopsia de nuestra época.