Veinte adolescentes italianas inquietas se arremolinan haciendo algarabía alrededor de la tumba del periodista Victor Noir para tocar el prominente miembro de la estatua de bronce, que se insinúa entre los pliegues del pantalón esculpido por el artista Jules Delon. Hacen gestos típicos con sus manos, ríen, bromean, saltan, dejan ver su belleza mediterránea cual clones virginales de Sophia Loren y se animan entre ellas para tocar el falo del muerto que brilla de tanto ser manoseado.
Según la tonta leyenda contemporánea urdida en broma por unos estudiantes borrachos, tocar el pene semierecto de la estatua yaciente de Noir da fertilidad a las mujeres y vigor sexual a los hombres, por lo que la tumba de este hombre asesinado por el príncipe Pierre Bonaparte en 1870, lo que desencadenó la Comuna de París, es una de las más visitadas del cementerio Père Lachaise.
Al otro lado del camposanto, otro grupo de muchachas hace la fiesta junto a la tumba del rockero Jim Morrison y acarician a un desvergonzado gato café que toma el sol en una tumba vecina. El animal debe hacer su banquete diario entre los pajarillos que trinan de tumba en tumba desde la llegada de los aires primaverales. En este jueves 19 de marzo, víspera de la primavera, el famoso cementerio, que por lo regular es helado, oscuro, húmedo y tenebroso, está inundado por una luz excepcional y semicelestial que golpea por milagro todas las tumbas y callejuelas del lugar destacando sus más inéditos ángulos.
Por todas partes revolotean los pájaros que retozan y juegan felices entre los recién florecidos copos de los árboles, algunos de los cuales acaban de explotar desparramando coloridos racimos de flores. En la tumba de mármol de un artista chino alguien colocó una pirámide de naranjas y el cuadro parece una escultura minimalista que resume la esencia vital : la piedra y la fruta unidas en la eternidad y lo efímero. Es el pequeño gesto de un deudo poeta al desconocido chino nacido en 1938 y muerto en 2005 y cuyo nombre no reconocemos porque está escrito en caligrafía china de oro.
Pero es en la tumba de Alain Kardec el espiritista donde hay más flores y más gente que lo celebra en silencio, mientras ven decenas y decenas de materos de plantas florales de todos los colores y guirnaldas que manos fieles riegan día a día a lo largo del año, sin falta nunca, por lo que siempre, sea cual fuere la hora o la estación, el lugar es un jardín que celebra la reencarnación y la eternidad. Puesto que para él y sus seguidores es ineluctable la renovación permanenente, ante esta tumba se siente la alegría y el entusiasmo de la flor como metáfora de vida.
En la discreta tumba en mármol negro de Marcel Proust, que está escondida entre otras, alguien dejó una carta escrita y puso flores. Los proustianos del mundo que son muchos, los lectores de En busca del tiempo perdido, vienen con frecuencia aquí a inclinarse ante este asmático que murió joven y cuya obra pasa siempre la prueba del tiempo. En la morada final del poeta Apollinaire otro dejó una pequeña veladora que arde entre flores y mensajes dejados por lectores asiduos, incluso aquellos que admiran su secreta obra pornográfica.
Una estela maya adorna la huesa de Miguel Ángel Asturias, el autor de las Leyendas de Guatemala y El señor presidente, mole indígena descubierta por sus profesores de antropología en la Sorbona, y a quien admiradores latinoamericanos dejan siempre guijarros y pequeños mensajes. Gran errante y viajero, el Premio Nobel a quien vi una vez en mi ciudad natal Manizales siendo adolescente, Asturias reposa en este rincón de una ciudad donde vivió años felices de juventud en los tiempos de entreguerras, cuando reinaban en París Pablo Picasso, Carlos Gardel y Josephine Baker.
La de Balzac está en obras y una larga cinta anaranjada envuelve la estructura que se está desmoronando. Su famoso e inolvidable personaje Rastignac, cuando llegó joven a la ciudad, subió al Père Lachaise y desafió a la metrópoli ambicionando triunfos y glorias. Ahora el creador del joven arribista provinciano reposa en este bucólico sendero al frente del poeta suicida Gerard de Nerval y no lejos del ya olvidado poeta romántico Casimir Delavigne. En otro lado el caminante se asombra de la cómica escultura que sirve de refugio al escritor decadente Georges Rodenbach, autor de Brujas la muerta. Desde la tumba un homúnculo verde sale abriendo la lápida de piedra para salir al aire primaveral.
Este es el Père Lachaise en la primavera de 2009 : un paseo alegre al azar por largas avenidas donde nos topamos con la horrenda tumba de Oscar Wilde, mole de cemento incomprensible abrazada por los travestis del mundo y llena de besos masculinos con lápiz labial y regalos y ofrendas o el mausoleo del pintor Gericault, que tiene una reproducción en bronce de su famoso cuadro de los náufragos o la de Chopin, que es otra de las más visitadas y floridas, casi un rincón de cuento infantil de los hermanos Grimm con reloj de cucú. Y ya en la periferia la amplia franja dedicada a los judíos y opositores deportados por los nazis hacia los campos de concentración, situada al frente del camino donde reposan todos los comunistas famosos, encabezados por Henri Barbusse y Paul Eluard.
En este lugar de muertos la vida florece porque los hombres no olvidan a los artistas y a los héroes, a los malditos y a los potentados. En medio de este mar de tumbas sobresalen las oxidadas, hundidas o que se desmoronan poco a poco sobre la colina, donde se han borrado los nombres escritos entre enormes columnatas griegas dedicadas con megalomanía a familias de militares, alcaldes, gobernadores, millonarios, nobles y políticos a quienes los devoró para siempre el olvido que a su vez, tarde o temprano, nos envolverá a todos por igual. El asunto es sólo cuestión de tiempo y por eso visitar cada año el famoso Père Lachaise es buen pretexto para recordarlo.