A sus sesenta años de edad, el príncipe Carlos ha tenido mucho tiempo para pintar acuarelas, jugar al polo, hacerse visitar por los mejores sastres de Savile Row y prepararse para ser rey de Inglaterra. La corona inglesa sigue todavía en la solidez del matriarcado de la reina Isabel y –como se sabe- esta familia acostumbra a ser longeva. Los anhelos populares, no necesariamente racionales, han preferido en ocasiones la posibilidad de una transmisión de la corona de abuela a nieto, en la asunción de que Guillermo es un muchachito blanco y sin carácter y por lo tanto no molesta. Carlos de Inglaterra, en cambio, tiene carácter y es molesto.
El príncipe Carlos reinaría en Reino Unido y los dieciséis estados soberanos de la Commonwealth bajo el nombre de Jorge VI, por evitar asociaciones negativas con otros reyes Carlos. Toda vida conoce un apogeo y su apogeo ha tardado en llegar. Se le dio una educación muy ruda tras recibir el título de príncipe de Gales con tan sólo nueve años. Entonces le pegaban de noche, en el colegio, en grandes cuartos sin calefacción, en parte por sus ronquidos y ante todo por ser el príncipe de Gales. Años después seguiría carrera militar en la ‘Navy’, como capitán del HMS Bronington, balanceándose por el Báltico. Se recuerda que fue un capitán efectivo y asertivo aunque tuviese que dar las órdenes mientras vomitaba sobre un cubo en sus rodillas.
El príncipe Carlos tiene las más raras opiniones sobre cualquier cosa, del medio ambiente a la arquitectura, de la agronomía al arte islámico. Ama, a su manera, la belleza, sean los versos de Leopardi o los simbolismos de Jung. Ama peligrosamente los misterios. Casi nadie tiene un perfil intelectual propio: mejor o peor, Carlos lo tiene aunque no se sabe si eso ayuda o impide el ser rey. Siente una vinculación intensa hacia las liturgias tradicionales de la Iglesia de Inglaterra. Acaba de declarar que, de ser rey, seguirá dando su opinión sobre esto y sobre aquello.
La corona lo aguanta todo: de Carlos ha llegado a saberse incluso lo que no se debería. Con Diana fue un marido inejemplar pero en esa inejemplaridad quizá encontró correspondencia. Finalmente, el Carlos que conoce su apogeo ha logrado abatanar su imagen, reciclarse, parecer casi moderno, caer algo mejor. Llegó a posar con las Spice. Hoy es un príncipe empresario, con una sociedad tan rentable como su industria agroalimentaria de Duchy Originals y la dirección de veinte instituciones de caridad que configuran ‘una enorme fábrica del bien’. Suele referirse a su misión como misión sagrada y ama la pintura como los reyes de antaño: si no llega al palacio de Buckingham, al menos hay cuadros buenos en el palacio de St. James.
Carlos de Inglaterra, treinta años por oreja
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