A quien esté acostumbrado a visitar la Feria del Libro de Madrid, le recomiendo (le aconsejo, como amigo o camarada) no ponga nunca sus pies en el “proyecto” que es la de Valencia. Primero, porque al llegar al final de la avenida, en los Jardines de Viveros, va a preguntarse: “¿ya está?”. Segundo, porque, después del manu militari de los libreros, sólo va a encontrar librerías en las casetas. Es decir, editoriales y distribuidores no pueden acudir, lo tienen prohibido (y según me comenta Manuel Ramírez, de la excelente Pre-Textos, lo llevan intentando un par de años en Madrid. Mala cosa...). Con estos presupuestos, imaginen ustedes la variedad de fondos: quince o veinte editoriales (pertenecientes a un menor número de grupos) repitiéndose en el stand de la FNAC, de El Corte Inglés o de algún librero idealista… Dado el fiasco de la misma, las más antiguas librerías de la ciudad (París-Valencia, sin duda, la mejor; o Soriano) ni acuden; ¿para qué? Súmenle a esto el alto precio de alquiler del espacio, y la rentabilidad no la verán en parte alguna.
La Feria del Libro de Valencia es una feria de pueblo ganada a pulso. Una ridiculez donde el gremialismo impide la cultura (¿y qué son los libros si no cultura?). El distribuidor de la microscópica editorial que tengo en coma con un amigo se quejaba de ello: “si me dejaran tener caseta, yo podría sacar tus fondos, porque el primer interesado en venderlos soy yo; sin embargo, ¿dónde los encuentras en la feria?”. Qué diferencia, por ejemplo, con la de Castilla-La Mancha, en Cuenca, donde estuvimos hace ahora tres años presentando el redondo e impactante Política de hechos consumados del cantautor rock Nacho Vegas. La organización proporcionó el stand gratuito y una dependienta guapísima, y era un placer bambar por entre editoriales de la misma Cuenca, Albacete o Ciudad Real, hojeando libros que ni siquiera pensabas que existían. A esto podría añadir que en ese momento empecé la escritura de Aquí la noche tiene el nombre de Valeria, obra sin género preciso, reflexión necesaria sobre Castilla, ahora mismo en imprenta; de ahí, a lo mejor, que la remembranza sea más grata. Se trató, por desgracia, también, del último viaje con mi padre a su pueblo.
Hasta los libros, en Valencia (“ciudad fenicia”, como decía Txomin Agirre, aquel agustino euskaldun de quien tanto afecto guardo, “ciudad de comerciantes”), se han convertido sólo en negocio. Véndanse los best-sellers, y dé igual el resto de intervinientes en la literatura. Para colmo, el día de la inauguración, sonaba una versión de “Te recuerdo, Amanda”; ya saben, la famosa canción del brutalmente asesinado Víctor Jara; pero también del Jara que cantaba “Poeta Ho Chi Minh” sin saber, o sin querer saber, cuántos muertos producía el paraíso comunista… por el bien de la humanidad.