Pocas veces se ha visto en Francia, en directo, el nacimiento de un ícono, un mito, una leyenda mundial en torno a la cual todos coinciden en un reverencial respeto, mezcla de admiración, compasión, solidaridad, devoción y cercanía. Todo el país asistió en la madrugada a la transmisión desde Colombia de las escenas del retorno al mundo de los vivos de Ingrid Betancourt, la franco-colombiana que tras bajar del avión mostró aplomo e inteligencia política notables.
La escena contenía todas las condiciones para el nacimiento de una leyenda : un final feliz después de vivir años en el infierno, una profunda revelación interior que le dio serenidad para enfretar las cámaras del mundo, la autenticidad del reencuentro con los suyos primero y con sus dos países después, de los que se convirtió de repente en feliz mater dolorosa, protectora milagrosa, guía moral indiscutible.
De repente todos los politicastros colombianos y franceses se vieron reducidos a su mínima y triste dimensión de personajillos de último orden frente a la grandeza de esta mujer educada en las excelentes aulas del Instituto de Ciencias Políticas de París, al lado de la clase dirigente francesa, pero que, encadenada por los calibanes de la selva, adquirió la madurez de los grandes en el infortunio, como Cervantes, Gandhi y Mandela.
Todos los colombianos corrieron a ver las cámaras de televisión ese mediodía histórico y aquí, en Francia, al otro lado del Océano, el país de Voltaire, Chateaubriand y Sartre se paralizó para escuchar a esta mujer que los sorprendió con un francés culto y unas ideas claras, engrandecidas también por la forma en que sin ambajes expresó la fe naciente, porque en la tierra de los muertos de la selva colombiana sólo tuvo como interlocutora real a esa imagen ficticia que ha acompañado, querámoslo o no, a los pueblos y a los pobres en el dolor, la guerra, el hambre y la catástrofe. ¿En esas circunstancias tan espantosas, sabiéndose muerto a cada instante, entre la podredumbre y la violación de los más sagrados derechos humanos, quién no termina implorando al más allá, que es la última esperanza, el ultimo recurso de los deshauciados?
El que una colombiana rebelde concitara en el mundo una admiración tan unánime y que el Palacio del Elíseo y las puertas del Hotel Raphael en los Campos Elíseos se hubiesen convertido en centro de la prensa mundial, cuando unas horas antes la dábamos todos por perdida, es algo que no ocurre con frecuencia. Incluso los políticos franceses se vieron de repente mínimos ante esta figura naciente, necesaria, porque hablaba desde la fragilidad, la dignidad de los débiles y la entereza de los iluminados y emergía desde el dolor con palabras que nos recuerdan a los grandes personajes de las tragedias humanas.
Cuando el talento nos arrolla no hay más remedio que inclinarse : Ingrid Betancourt aprendió en Francia, la tierra de Chateaubriand, Fouché, Victor Hugo, Saint John Perse, Simone Veil, Simone de Beauvoir y Marguerite Duras los elementos multifacéticos que otorga una cultura sociopolítica anclada en las letras, la reflexión y el rigor para afrontar con distancia los acontecimientos históricos y las tragedias.
Aquí hace poco los europeos salieron de la guerra, hace apenas medio siglo millones de judíos, gitanos y marginales eran cremados y reducidos a polvo en los campos de concentración nazis. Aquí en esta tierra milenaria ocurrió el horror del Gulag aplicado por Stalin y por el régimen soviético que mandaba a los opositores a los campos de Siberia. Aquí en Europa los soldados del caudillo Francisco Franco fusilaban a diestra y siniestra en nombre de Cristo, aquí hace una década apenas la « limpieza étnica» reinaba en los Balcanes, aquí en Francia todavía se recuerda con dolor la colonizacion aplicada con crueldad a los pueblos magrebíes, africanos subsaharianos y del sudeste asiático, aquí hubo colaboradores de los nazis, delatores, agentes del enemigo que vendían al vecino o al familiar cuando los poderosos se llamaban Hitler y Mussolini y eran semidioses padres de la patria con más del 84 % de popularidad, antes de que los pueblos descubrieran los horrores sobre los que construyeron sus marmóreas unanimidades.
Todo eso lo estudió Ingrid Betancourt con maestros tan brillantes como su amigo el ex Primer ministro Dominique de Villepin, poeta y especialista en Napoleón. Porque la ciencia política en las aulas franceseas no es tan pragmática como en los territorios anglosajones, donde a veces sólo se escucha el tintineo de « time is money ». En las aulas francesas se está en contacto permanente con el pasado y a través de los grandes autores, memorialistas como Voltaire, Saint Simon o el Cardenal de Retz y muchos otros, se aprende a tomar distancia del instante y a reaccionar no tanto con la emoción y la rabia, sino con la ponderada claridad de la inteligencia.
Por eso nos dio gusto escucharla reaccionar en perfecto inglés a las preguntas de Larry King, el rey de las pantallas noticiosas estadounidenses. Nos dio gusto hojear el ejemplar de Paris Match, que le dedicó 40 páginas de imágenes y textos, mucho más que a otros íconos franceses recién fallecidos como Yves Saint Laurent.
Ante ella cómo se ven de pequeños el presidente estadounidense Bush y sus estupideces, qué ínfimo el presidente colombiano, que no tiene un centímetro de profundidad ni cultura política, maneja el país como su finca y habla como un gamonal neurasténico, qué pequeños se ven sus opacos ministros, qué insignificantes los primos Santos, los Pastrana, los Lleras, los López, los Holguín, todos ellos arrasados por la brillantez de una mujer colombiana originaria de la misma casta oligárquica que ellos, pero mucho más lúcida y mucho menos mezquina.
Ingrid Betancourt cargará sin duda las cicatrices y las secuelas de su dolor, pero es probable que con su increíble y triste historia contribuya a dejar atrás esa Colombia mediocre y primitiva manejada por bandidos y que un nuevo lenguaje se abra camino para que las nuevas generaciones que la escucharon hablar tras la tragedia con pausa y talento, vivan tal vez un día en una Colombia donde las diferencias se diriman con altura y no a punta de balas, bombardeos, insultos y anatemas.
La increíble leyenda de Ingrid Betancourt
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