Alfonso Guerra, todo para el pueblo

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Eran tantos los humos y desprecios y arrogancias de Alfonso Guerra que más parecía un par de Francia que el delantero centro de un PSOE que expropiaba Rumasa al grito de ‘todo para el pueblo’. Esa ha sido sólo una de sus frases, aunque el lapidario de la política española post-Transición viene siempre lleno de guerrismos: ‘Montesquieu ha muerto’, ‘el que se mueva no sale en la foto’, ‘a España no la va a conocer ni la madre que la parió’. Escéptico radical del zapaterismo, Guerra fue profético en decir que Zapatero era un bambi de acero y no de peluche. Una de las tristezas que acompañan a Alfonso Guerra es haber querido encarnar personalmente el cambio intelectual de España y quedar tan sólo como un señor con el don de la frase tan cercano al don del insulto.
                           
Hace ya muchos años que Guerra finge el menosprecio de corte y se dedica al estudio severo de las ideologías, como hacían antaño los hombres de poder. En el Congreso se le veía transitar con un libro de Lope bajo el brazo, entretenido en alguna cuestión de erudición. Esa erudición, en realidad más bien fingida, era señal de su distanciamiento y su contemptus mundi, una lejanía de esas artes tan sucias de la política del día a día, en la cual –según el propio Guerra- uno sólo puede ser honesto en la medida en que sea aficionado. La altivez intelectual de Guerra viene de tantos reveses y tantas derrotas en una vida política en la que lo fue todo pero pudo haber sido mucho más. González y Zapatero se cruzaron en su camino. Él, posiblemente, tenía más inteligencia abstracta y menos inteligencia práctica, menos liderazgo, menos atractivo. Pero amó como ninguno las artes de la política sottovoce, de la influencia sesgada, de la maldad a medias. Enredó no poco con los alineados al guerrismo. El tiempo pasa y sólo le queda un escaño, la dirección de una revista, la presidencia de una fundación, mucho tiempo libre para escribir sus memorias como quien ajusta cuentas. Se le reconoce, en cambio, una cierta ‘grandeur’ en la Comisión Constitucional del Congreso.
 
De Suresnes al Palace y más allá, González fue el perfil de atractivo numismático del socialismo español y Guerra su Rasputín de la ortodoxia ideológica. Con González todo se iría enturbiando hasta que Guerra fue cogido por do más podía doler: por una mínima corruptela de uno de sus hermanos innumerablemente perezosos. Para que el felipismo se instaurara, Guerra debía irse aun cuando se quedara infusionando al PSOE en la corriente guerrista, de Matilde Fernández a José Acosta, con núcleos duros en Madrid, en Extremadura y en Andalucía. La derecha que tanto temió las embestidas de este eminente resentido sabe ahora que el zapaterismo de apariencia ‘light’ es aún más de temer. No en vano, Zapatero es quien ha finiquitado el guerrismo con ese otro don fatal de su sonrisa.

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