Ahora que Roberto Bolaño y Mario Santiago se han vuelto leyendas literarias de nuestra generación y cuando quienes les hubieran dado la espalda hace décadas se pelean ahora por aparecer relacionados de alguna manera con ellos y subirse al carro de su gloria maldita, quisiera recordar a ese ángel terrible de Mario, su mejor amigo, a quien vi por primer vez recién llegado a México en su buhardilla, cuando después de caminar y caminar con el novelista francés Joanni Hocquenghem nos invitó a beber una botella de mezcal, al fondo de la cual crecía un peyote verde esmeralda con retoños rojizos.
Ahora que al parecer van a editar en buenas editoriales la obra de Santiago, inmortalizado como personaje de Los detectives salvajes, Premio Rómulo Gallegos y una las novelas emblema de la generación de los nacidos en los años 50, es imposible no pensar en los avatares azarosos que dan las palabras a través del tiempo, cuando los malditos en vida terminan convirtiéndose en santos y en lo que más hubieran detestado: estrellas míticas rodeadas de incienso.
El chileno Bolaño y el mexicano Santiago y sus amigos peruanos y centroamericanos, entre otros muchos, eran malditos y rebeldes y protestaban a contracorriente contra el sistema literario piramidal que reinaba en el México de los años 70 y 80, contra una poesía formalista de la que estaba ausente la vida y una literatura de cortesanos y papas, de santones y santonas transportados en hamacas como ídolos de Babilonia.
Sólo una vez los vi juntos. Como ángeles aparecieron Bolaño y Santiago en mi cueva de la calle Regina. Era un domingo y Mario me presentaba al amigo chileno que estaba de paso y me pedía le prestara unos pesos que yo tampoco tenía, en ese edificio de película de vampiros surgido desde el fondo del siglo XIX, en medio de los más auténticos aromas de comidas mexicanas y ajetreos pueblerinos de ciudad añeja. Fue la primera y la última vez que los vi juntos en ese apartamento del primer piso, a unos metros de la avenida 20 de noviembre, del que se apoderaban como en los sueños de Walpurgis los efluvios vaporosos de una lavandería vecina.
Cuando yo llegé a México en 1980 la leyenda decía que Santiago y los suyos se presentaban en los actos más solemnes y en los sitios más sagrados para sabotear ese mundo literario de grandes sacerdotes supremos de la palabra y monaguillos serviles que tanto detestaban.
Incluso se decía que Santiago había sido lanzado, con violencia inaudita, a rodar por las escaleras de algún palacio céntrico por sus propios compañeros fresas de generación, pues había osado enfrentar y sabotear la palabra infalible del gran Burundún Burundá mexicano Octavio Paz.
En la única foto donde aparecen todos los infrarrealistas juntos, tal vez cerca de la Casa del Lago, se les ve a todos greñudos y risueños con el aire de haber amanecido en medio de una fiesta interminable de humos, sexo, yerba, vinos y alcoholes terrígenos. En la mitad está Bolaño, jovencísimo, peludo y con el rostro alargado de quijote apátrida. El mismo Bolaño que adolescente vivía en 1971 cerca de la villa de Guadalupe, en la calle Samuel 27, con su padre Láutaro y su madre Maria Victoria, que bailaban muy bien la cueca. Y a su lado están entre otros y otras, Santiago y José Vicente Anaya.
Bolaño hace parte y es símbolo de un grupo de escritores extranjeros nacidos más o menos en los 50, que bien podría llamarse la Generación Sin Cuenta, llegados a México desde todos los países de Centro y Suramérica e incluso de Francia, como es el caso de Frederic Yves Jeannet, Joanni Hocquenghem e Iván Alechin, el hijo de Pierre Alechinsky, entre muchos otros. Otros nombres son el veracruzano Orlando Guillén (1947), el colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño (1949), los salvadoreños Manuel Sorto (1950) y Horacio Castellanos Moya (1958), el argentino Mempo Giardinelli (1948), también Premio Rómulo Gallegos, entre otros muchos más.
Todos ellos han escrito y escribirán sobre México y en especial de su capital, porque la experiencia de crecer con la espléndida generación artística mexicana los dejó marcados para siempre. Es una Ciudad de México especial, de transiciones, que se va abriendo estéticamente después de muchas décadas de una hegemonía piramidal nacionalista y funesta, dando paso a la expresión centrífuga de un arte mestizo, cosmopolita, apátrida, abierto al resto del continente y al mundo.
En ese México nacionalista, de carreras literarias que se construían con mansedumbre y servilismo, los infrarrealistas decidieron ser niños terribles apátridas cuando finalmente sólo eran unos santos.
Bolaño venía de Chile y se la pasaba leyendo tiras cómicas a los 17 años, como lo relata el poeta y narrador salvadoreño Manuel Sorto, que vivió en su casa de la Villa, en 1971, recién llegado a México.
Los otros infrarrealistas no miraban hacia el México de la poesía formal sino hacia el coloquialismo etílico de los poetas peruanos y centroamericanos y antes que mexicanos se consideraron apátridas.
Santiago, que en Barcelona y París se relacionó con los incas, decía que antes de ser un escritor azteca era peruano y a lo largo de su vida fustigó a los suyos, salvo con algunas excepciones que ganaron su afecto, como fueron Carmen Boullosa y Juan Villoro.
A Santiago, con quien me veía con frecuencia en el Centro Histórico para pasar revista a la literatura mexicana, le debo una ventana hacia otro México urbano marginal, así como una nostalgia por el París de las buhardillas poéticas de comienzos de los años 70, donde él vivió antes de aventurarse a los desiertos bíblicos de Israel tras amores imposibles. Y a Bolaño le debo la certeza de que a veces los derrotados salen ganando. Ambos iluminan a la generación Sin cuenta mexicana desde los cielos, donde sin duda no dejan de sabotear y molestar a Octavio Paz.