Solamente el azar
pudo empujarme hacia aquella ermita,
tan favorable al exilio,
en la altura imposible de la montaña.
Incredulamente acudí a la convocatoria
de aquel cuarteto de viento que,
como escolta extraviada de la Belleza,
se disponía a interpretar piezas magistrales
en una aldea que casi no existe.
La lluvia propiciaba una pátina de irrealidad,
de cita pertrechada en el más profundo de los sueños.
Rojizas anfitrionas
mostraban la dirección del insólito auditorio,
calle arriba,
por un espejo de ladridos
en el empedrado.
Apenas veinte personas
repletábamos los bancos
de aquel confuso acuartelamiento.
Y por fin la música,
la obertura cayendo
como la primera nieve
en el campo humeante aún
de la batalla.
Equilibristas de lo sublime,
una cuadrilátera conjura
nos fue elevando
al sanguíneo alambre de la dicha.
Tempos a la medida del alma,
candiles llamados a solaparse
en la oscuridad de la existencia.
Y de nuevo la flor del asombro,
la impertérrita flor,
limpiando de ceniza
nuestra espalda de carne fugaz.
Perdidos en el vientre de la luna,
pasajeros en su danza,
forjamos alrededor
de la hoguera de himnos
un vínculo contra el tiempo.
La escena no dejaba de ser
una metáfora de la vida misma:
sobrevivir a la más cerrada de las noches
en la intimidad de un milagro,
a solas del mundo.
Nunca tuvo que apagarse
aquel menhir preñado de luz,
el recóndito aposento de mi redención.