RAJOY

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Tan aficionado al ciclismo, el símil de afrontar el último sprint a la Moncloa no desagradará a un Mariano Rajoy que ha demostrado consistencia en el pedaleo y capacidad de resistencia en una carrera política de mucho kilometraje y no poco repecho.
 
Pase lo que pase por los idus de marzo, ninguno de los muchos enemigos que genera la política le negará a Mariano Rajoy un perfil parlamentario de maestría y una disposición al juego limpio que pasa por reprender sin ofender y por proponer sin caer en demagogias. El temple de realismo que ha venido aportando Mariano Rajoy a la política nacional le ha ganado la admiración incluso de esa izquierda vetusta que asumió Francisco Umbral. En realidad, es una manera de decir que Rajoy representa la tradición más sana de la derecha española, un perfil liberal y por ende contemporáneo y reformista, de vocación inclusiva y afirmación nacional, más amigo del empirismo de lo posible que del mercadeo con la utopía. Es la antípoda exacta de Rodríguez Zapatero, con el aburrimiento –quizá- de la solvencia ideológica y práctica por oposición a la pirotecnia del adanismo socialista.
 
Rajoy representa a esa derecha española que –lejos de la tentación autoritaria- opta por el moderantismo como mejor viabilidad para la nación. De alguna manera, si Rajoy es hijo de Aznar, también lo podemos tener por nieto de Cánovas. Esa responsabilidad que proviene del respeto casi sagrado por las instituciones ha sofrenado la crítica destructiva a Rodríguez Zapatero en no pocas ocasiones, en el entendimiento de que alguien en la clase política debía ofrecer asideros de seriedad a la opinión pública en una legislatura de transcurrir convulso. He ahí por qué es común el pensamiento de que Rajoy sería mejor como presidente del Gobierno que como puño de la oposición. Aun así, ha habido no pocos rasgos de liderazgo moral en el Rajoy que se oponía en las Cortes a la negociación con ETA o al plan Ibarreche o al recauchutado abusivo del Estatuto catalán.
 
Las zozobras de una opinión pública española en estado de volatilidad intensa han sido asumidas por un Rajoy que –con alma de opositor- sabe que la victoria tiene que ver con la resistencia. Cuando las elecciones francesas vieron pedir en España un Sarkozy o un Bayrou, no era mal momento para recordar que Rajoy ha resistido por algo media vida exacta en la política sin caer en el profesionalismo de la ‘política de los políticos’. De puertas adentro, la pregunta a la cuestión de su liderazgo efectivo en el Partido Popular se contesta a la vista de que Rajoy sigue de candidato y de secretario general. Sabe que no pocos fuegos –del gallardoneo de Gallardón a la crisis de Piqué- se consumen pronto solos.
 
“Si hubiera tenido familiares franquistas, los hubiera querido igual”, comenta Rajoy al ser interpelado por un abuelo jurista que contribuyó a la redacción del Estatuto de Autonomía de Galicia, allá en los años treinta. Es otro contraste de concordia con respecto a tanta y tanta figura del PSOE que sobreactúa su progresismo para tapar la vergüenza de un padre que fue –como tantos lo fueron- falangista. Hay en Rajoy, en efecto, esa prudencia heredada de familia de jueces, unas hechuras conservadoras en su mejor acepción, que van más allá de la anécdota de su gusto por los puros. En realidad, es un temperamento alérgico a las facilidades de la demagogia, más bien tendente a una cierta ironía churchilliana, dotado –según dice- de “paciencia, espíritu deportivo, sentido del humor y sentido de la indiferencia” a lo que puedan decir de él. Vaya esto como recado a un gobierno que se mira cada día en el espejo de la demoscopia. Por carácter, Rajoy entronca bien con esa mayoría discreta de españoles de una clase media dada al trabajo y los arraigos, escéptica de mesianismos demasiado a la moda.
 
Un currículo de responsabilidades políticas de gravedad asienta el liderazgo de Rajoy, conocedor del gobierno de por dentro, desde que –pocos años después de ser el registrador de la propiedad más joven de España- se ganara su primer puesto en el parlamento regional gallego en el año 81. Ha tenido largas paciencias y resistencias desde entonces, fuera como presidente de la Diputación de Pontevedra del 86 al 91, fuera como cabeza de lista al congreso por la misma provincia o como vicepresidente en la Xunta a la dimisión de Barreiros. La refundación de AP en 1989 le pasa de la Secretaría General gallega al Comité Ejecutivo Nacional, donde sería vicesecretario general en el año 90. En el 96, Rajoy se sumó el tanto de dirigir la campaña electoral de la victoria.
 
Su camino en el Consejo de Ministros comenzaría por Administraciones Públicas, con el hito de aprobar la Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado, para después sustituir a Esperanza Aguirre en Educación y Cultura. En 2000, duplicó su éxito como jefe de campaña y, tal vez por ese potencial de gestión, Aznar lo quiso como vicepresidente primero y ministro de Presidencia, buen conocedor de los resortes y mecanismos de la Moncloa. Aun así, fue como ministro del Interior cuando –como suele ser habitual- comenzó a tener mayor popularidad, mayor relevancia. Todo viene a configurar un cursus honorum, más allá de un currículo.
 
Cualquiera que atribuya al gallego un carácter de poca resolución, de empuje escaso, hará bien en volver a esas páginas de crónica –entre rosa y anecdótica- donde se cuenta su proposición matrimonial. No es este dato menor en la vida de un hombre –de cualquier hombre-, menos aún cuando flota en una soltería tardía y apacible. En el caso de Rajoy, cuatro años de noviazgo con Elvira Fernández Balboa, entre Pontevedra y Madrid, dieron paso a una pedida de mano con la determinación casi de ultimátum de casarse en el plazo de un mes. Fue un gesto de Indiana Jones desesperado pero –finalmente- la muchacha le dio el sí. Al término de la Conferencia Política del PP, Rajoy pide el voto al electorado con la misma decisión pero –por fortuna- ese es vínculo que dura no más de cuatro años.
Publicado en Época, www.epoca.es

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