Lo siento, pero como a mí no me gusta para nada el fútbol, decidí anoche hacer como un buen amigo cántabro: salí a pasear ostensiblemente, como en provocadora actitud, durante el tiempo del partido. No había ni un alma, desde luego. Las calles de Barcelona estaban desiertas, envueltas en un silencio denso, expectante. De vuelta a casa, me olvidé del dichoso partido, me puse a leer y me quedé dormida. De pronto, procedentes de la calle, me despertaron unos extraños gritos: “¡Viva España, viva España!”, creí oír. Sonreí diciéndome: “¡Estás soñando, tía!”.
No pude, sin embargo, volver a conciliar el sueño. «¡Españaaaa, Españaaaa! ¡Hemos ganadoooo!», oía ahora en medio (eso me pareció) de ráfagas de ametralladora. «¡La revolución, ya ha estallado la revolución!», me dije precipitándome al balcón, desde donde pude observar una multitud de gente y de coches que, tirando petardos y enarbolando banderas rojigualdas, bajaban por la calle Lauria.
No lo dudé un instante. Me daba igual que estuvieran celebrando (por fin comprendí) la victoria de la selección española de fútbol. La ocasión era única, excepcional, y había que aprovecharla. Sólo los puristas (como mi amigo cántabro, se me ocurrió de pronto) les hacen ascos a estas cosas. De modo que me vestí en un plis-plas, abrí el armario (nunca mejor dicho), saqué mi bandera envuelta en naftalina, y me lancé a la calle. A confraternizar «con-el-populacho-embrutecido-por-el-fútbol-y-que-no-entiende-ni-jota-de-política» o (elijan ustedes) «con-el-noble-pueblo-que-por-fin-ha-comprendido-que-los-destinos-de-Cataluña-y-España-están-indisociablemente-unidos».
Unidos… lo están en todo caso en mi bandera. Permítanme que les hable un poco de ella —¡la he podido enarbolar tan poco! Incluso una vez en que cometí el craso error de ir a un mitin del PP me prohibieron entrar con ella. «No, la bandera española aquí no, de ninguna manera», me dijeron. «Pero si es también la senyera catalana», les repliqué (sin éxito) dándole la vuelta. Porque mi bandera es doble. Como debieran serlo todas en Cataluña. Como dobles —engrandecidamente dobles— somos los catalanes: ese pueblo que tiene la suerte (o la desgracia, dado que están minando su doble personalidad) de hablar dos lenguas, abrazar dos culturas, tener una doble identidad.
De modo que, enarbolando mi doble bandera, me lancé a la calle, dando vivas a España y a Cataluña. «¿Què fot Catalunya aquí, si no ha jugat pas?», me espetó un señor en medio de la muchedumbre que, abarrotando Canaletas, bajaba como una riada humana por las Ramblas («¡es increíble, hasta hay más gente que cuando gana el Barça!», oí también que decían). Quien me había preguntado qué pintaba ahí Cataluña no entendía nada de mi doble bandera, como por lo general nada entiende de dualidades o sutilezas la gente (o el pueblo, o el populacho; ya les dije que eligieran ustedes). Todos andan por la vida con su manía por lo único, con su afán por lo exclusivo, lo excluyente —como les han enseñado quienes les mandan, dirigen y manipulan. «Sólo catalanes y nada más que catalanes. Nada que ver con España, esa cáscara, ese “Estado”», dicen y sienten —o actúan como si lo sintieran— un día sí y otro también.
Pero he aquí que, como quien ganó ayer no fue desde luego «la Selección del Estado español» («Alemania 0, Selección Estatal 1»), el viejo fondo aún no muerto de sentimiento nacional español volvió, de pronto, a aflorar en Cataluña (me dicen desde Lérida, Gerona y Tarragona que también ahí sucedió, aunque a menor escala, algo parecido). La lástima no fue sólo que semejante sentimiento brotara con ocasión de un partido de fútbol. La lástima fue que todo pasó como si la victoria (o la afirmación) de España fuera incompatible con la de Cataluña. Ni una sola senyera ondeaba —y mira que la ponen hasta en la sopa— en aquella marea de banderas rojigualdas. Sólo la mía.