¡Qué revuelo se ha armado estos días a propósito del pin parental! Bien es cierto que con la denominación no han estado muy acertados. Pero también muestra la cada vez mayor necesidad que tenemos los ciudadanos de bien de rebatir y combatir absolutamente toda sandez que salga de sus labios. Sean cuales sean. Cada cual se manifieste por donde mejor le parezca.
Pues bien, mucho se está hablando de la libertad de los menores a recibir cualquier contenido extracurricular que ellos estimen oportuno. Para quien no lo sepa, el currículo oficial de educación es suficientemente amplio para abarcar contenidos de todas las asignaturas que podemos considerar elementales para al desarrollo cultural de cualquier ciudadano. Incluso hay otras que, sin servir para nada, también forman parte del mismo, como Educación para la ciudadanía; pero este no es el caso que nos ocupa. Extracurricularmente nos referimos a cualquier formación que puedan recibir los alumnos y que no se encuentre en el currículo oficial. Esa información, exclusivamente la extracurricular, es a la que alude el pin parental, el cual no es sino una solicitud y autorización previa a los padres a decidir si estiman o no oportuno que sus hijos reciban o participen en determinada charla, taller o actividad.
Se pueden ustedes imaginar el contenido de cualquiera de esas actividades. A grandes rasgos, me atrevería a englobarlas casi en su totalidad en un gran bloque: el de la ideología de género. Libertad, lo que se dice libertad, cuando se les impone la obligación de acudir a las mismas, no será tal.
Figúrense si un servidor propone una charla para alumnos de secundaria sobre los valores morales y el respeto en la Tauromaquia. ¡Sacrilegio!
Figúrense ustedes si un servidor propone una charla para alumnos de secundaria sobre los valores morales y el respeto en la Tauromaquia. ¡Sacrilegio! O unas jornadas sobre el aniversario de la conquista de México. ¡Genocida! ¿Qué me dicen de celebrar los cien años de la Legión? ¡Fascista! ¿O me equivoco?
Explíquenme una cosa. Una mujer es libre para hacer lo que la venga en gana con la criatura que se gesta en su vientre, bien darle la vida, bien quitársela de en medio, pero, en el momento del parto, milagrosamente, esta pasa a pertenecer al Estado, que se erige en protector frente a unos progenitores que no pretenden otra cosa que inculcarle ideas bárbaras e ignominiosas a esa pobre criaturita que han traído al mundo.
Ya que ustedes no hacen más que querer imponer medidas proporcionales a la media de su intelecto, un servidor, no del Estado que ustedes quieren implantar, sino servidor de la verdadera libertad y el respeto, les propone lo siguiente: el pin cultural para ministros. Un pin con tres intentos. Tres errores, y ministro a la calle. Con un juego de cultura general bastaría para dejar el Consejo vacío, tal es la absurdez y ausencia de sentido común que se vislumbra.
¿Quieren libertad? Dejen a los padres elegir la mejor educación para sus hijos. Porque la educación, no lo olvidemos, se da en casa. En las aulas, cultura.
Termino estas líneas recordando, o reivindicando, la importancia de la lectura, en concreto la de una novelita que ya vaticinó lo que pasó en las historias de Rusia y Alemania y que, si no lo evitamos, va camino de repetirse en España. En Rebelión en la granja, Orwell nos describe al caudillo de la explotación, el cerdo Napoleón, como un ser totalitario que, en su afán de control de la granja, secuestra y educa directamente a la nueva generación de perros para convertirlos en su guardia personal y verdugos de su régimen.
Setenta y cinco años después, la historia se repite. Cerdos que intentan secuestrar a los hijos de sus padres para adoctrinarlos en los que ellos consideran la verdadera historia. Que cada cual saque sus propias conclusiones. Ahí va la mía: a todo cerdo le llega su san Martín.
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