Una puta, una meretriz, prostituida en ese gran lupanar en el que se ha convertido Europa: la libertad. Un fantasma recorre Europa, diría Marx; el fantasma de la libertad, añadiría Buñuel. Esa puta, esa meretriz que todos los hombres dicen amar mientras pagan por poder violarla. Muchos aseguran estar enamorados de ella, le prometen el oro y el moro, pero a la hora de la verdad acaban volviendo a sus vidas de esclavos y se olvidan de haberla conocido. Palabras de amor, una vez más traicionadas por los hechos.
El hombre moderno escoge sus servidumbres. Entroniza la libertad, pero organiza su vida de forma en que no pueda coincidir con ella en un solo momento del día. Nuestro consumo, nuestras adicciones, nuestros deseos, nuestra ansiedad, nuestro anhelo. Todo ello silenciado en agendas imposibles y perfectamente planeadas. Los hombres del siglo XXI encumbramos la libertad en cada una de nuestras conversaciones pero la mandamos a hacer la calle a diario. Y la degradamos a cambio de unas míseras monedas. Acabamos sirviendo al mismo amo: esa forma de desesperación con la que elegimos estrangular a la libertad.
Hay algo transversal en nuestra cultura: la obsesión con el sexo. A semejanza del propio Lutero, fundador de un comercio y una sexualidad modernos, esa es la pulsión fundamental, junto a la de acumular la riqueza, que mueve nuestra sociedad. Miles de millones de personas se levantan todos los días para llenar sus bolsillos al tiempo que vacían sus sexos. Y es natural: somos animales cargados de proyecciones, capaces de concebir el absoluto. Es igual en los puritanos que en los libertinos: dos tipos sociales de una Modernidad materialista en lo vital e idealista en lo intelectual.
Los puritanos niegan el deseo y se entregan de lleno a la represión; los libertinos niegan los límites y se entregan por entero al deseo. El puritano establece las normas que el libertino transgrede; el libertino encuentra su razón de ser en romper las barreras fijadas por la sociedad puritana. Se necesitan para legitimarse en el temor al otro que no es sino el reflejo de su yo descartado. El espectro, el doble, el monstruo, que les aguarda en el espejo distorsionado de la fantasía. El puritano vive esclavizado por el miedo a su deseo reprimido; el libertino vive dominado por el vacío de su deseo desaforado. Ambos sirven al mismo amo que les niega la libertad: un ego atemorizado que necesita demonizar aquello que oculta dentro de sí y no le reafirma.
Nunca hubo tanta variedad de tipos sociales y nunca hubo una sociedad global tan homogénea. Decimos amar la libertad, pero queremos imponer nuestras normas a nosotros mismos y a nuestros vecinos. Por la inseguridad de nuestras convicciones y por miedo a la duda en nuestras creencias. Y los que dicen querer vivir sin normas, en realidad solo pretenden imponer esa misma ausencia de principios al prójimo. Normativizar lo privado: fundación totalitaria sobre la que Beauvoir cimenta la ideología de género. Rescindir los límites de lo privado: fundación satánica sobre la que Rousseau funda la Ilustración. Nihilistas por igual, niegan el sometimiento a un orden trascendente que emana del Ser propio. Porque en un tiempo donde los dioses han sido profanados sin remisión, el sexo (o, por contra, su normativización) ocupa los altares de la humanidad.
Los puritanos de hoy, que leen con fervor a esa célebre escritora llamada Jane Austen, repudiarán igual que sus predecesores del siglo XIX cualquier atisbo de pasión que se represente ante ellos. Los libertinos de hoy, que leen con fervor al genial autor conocido como el Marqués de Sade, censurarán igual que sus predecesores del siglo XVIII cualquier atisbo de moral que se esgrima ante ellos. Ambos encumbrarán a la libertad, pero serán, sin saberlo, esclavos de sus propias elecciones conservadoras. Una imposición de orden que estrangule el yo y una transgresión furiosa que carezca de sentido resultarán, en último término, semejantes.
¿Qué es lo verdaderamente revolucionario, entonces? Toda forma de arte que merezca ese nombre lo será por definición. La vida, en grado sumo, aspira a ser una obra de arte. Si el arte no pone en duda las convenciones de su tiempo, sólo será espectáculo, comercio y entretenimiento huero. A día de hoy, quizás, no haya un tema en el arte como el amor para contrariar a puritanos y libertinos por igual. El puritano censurará desde su esterilidad sentimental. El libertino censurará desde su lubricación vacua. Pero el amor está más allá del alcance de ninguna de estas dos posturas: su horizonte desborda todas las categorías. Solo que hemos acabado con el arte en el momento de acabar con la crítica y con el mérito: si todos somos artistas, o casi, es porque en realidad ya no hay arte de verdad. Y hemos acabado con el amor, o casi, en el momento en que hemos renunciado a la calidez de la libertad como vía para conocernos a nosotros mismos, a los otros y al resto del mundo. Atreverse a amar, como atreverse a (re)crear, supone invocar el terrible fantasma de la libertad.
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