Apoteosis de la vulgaridad

No se vaya a imaginar el lector que se habla aquí del programa y del presentador que figuran en la imagen. Figuran a título meramente ilustrativo.

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Cada época ostenta un aire característico. Desde su núcleo se difunde una emanación propia que, al envolverla, acota sus límites y establece su peculiaridad. Lo más expresivo de su nervio aflora en la amalgama de manifestaciones con que se va conformando eso que llamamos la esfera pública. ¿Y qué encontramos ahí, precisamente, en los estratos donde fraguan los modelos en que una sociedad busca inspirarse? Desde hace años, la propensión a un envilecimiento que todo lo tiñe.

Aislar las causas que han conducido a esta caída exige tomar en consideración los elementos que vertebran una sociedad de masas. Ortega y Gasset fue uno de los primeros en hacerlo. En La rebelión de las masas se ocupó de diseccionar por extenso el perfil psicológico del hombre-masa actual, su tendencia a la barbarie y la disociación, su ingratitud y su egoísmo congénitos. En suma, su carácter de niño mimado. Apuntaba ya por entonces hacia una dirección que el tiempo no ha hecho sino confirmar, pero en una intensidad agravada por la evidencia de que, a partir de cierto instante, fueron las supuestas élites occidentales –o, al menos, una parte significativa de las mismas- quienes optaron por abanderar la causa de la disolución.

Había, detrás de esta ruptura, sagaces motivaciones estratégicas. En un mundo que tiende al igualitarismo, los miembros de los estamentos más favorecidos debían aprender a vulgarizarse. Casi de un día para otro, el aristocratismo adquirió un carácter autoinculpatorio que lo volvió detestable y lo condenó a la marginación. Se decretó una legitimidad sumaria a la hora de cortar las cabezas que sobresalieran. Para ser tolerado, el hombre bendecido con alguna clase de privilegio tuvo que acceder a cubrirse con una pátina grisácea que mitigara su excepcionalidad. Sólo así, quizá, la marea democrática que profetizara Tocqueville se abstendría de llevárselo por delante. El resultado ha sido la materialización de un orden que en esencia se adivina tan férreamente piramidal como el antiguo, por más que en su forma se nos antoje más homogéneo y equitativo que aquél al que venía a sustituir.

Por lo demás, se trata de un juego sumamente aleccionador acerca de la proteica capacidad del poder para metamorfosearse. Un juego en el que, por descontado, la política no podía permanecer al margen. En consonancia con este espíritu de subversión, tan característicamente moderno, los nuevos agentes de la ruptura ya no se reclutarán entre las capas más humildes de la sociedad, sino que los veremos surgir de entre las filas, cada vez más variopintas, de los estamentos influyentes. Ahora el proceso se invierte: las fuerzas que operan lo hacen de arriba hacia abajo. Si la época ha escogido como norma la mediocridad, el enrasamiento de las conciencias, la uniformización de los apetitos vitales, he aquí que el poder, amparado en la inmensidad de unos recursos siempre crecientes, se va a encargar de institucionalizar la pauta.

Como surgidos de alguna región subterránea, intervienen entonces los demiurgos. Su cometido es hechizar las voluntades, preparar el terreno para la rapiña. Salen al escenario sin otro bagaje que una destreza luciferina en el manejo de la propaganda. Expanden con eficacia su veneno. Desprovistos de méritos más acrisolados, se presentan a sí mismos como los audaces saboteadores de un orden que declaran caduco. “¿Lo veis? –nos dicen–. Somos como vosotros. Detestamos los rangos. Preferimos revolcarnos a ascender. Dejadnos liderar vuestra revuelta”.

En lo sucesivo, serán ellos los portadores de la sagrada llama de la irreverencia, la combativa vanguardia de una paradójica forma de transgresión consistente en, desde la cúspide del sistema, incitar a desmantelarlo. Estridentes, narcisistas, cínicos, engreídos, amorales, asedian con su sectarismo chabacano los últimos bastiones de la fortaleza de las buenas maneras. Le gritan a un mundo al que, tras años de exitosos proyectos de transformación social, han convertido en el depositario idóneo de sus simplificaciones. Ignoran los matices, desprecian el terco sesgo de la realidad. Su hábitat es un universo trufado de conceptos absolutos y ficciones autoindulgentes que halagan los oídos de una audiencia infantilizada.

Para quienes han sido instruidos en el hábito de situar la excelencia bajo el signo de la provocación, esta legión de agitadores anuncia un tiempo luminoso. Encarna la evidencia de que el cultivo de un resentimiento patológico puede muy bien servir de legítimo contrapeso a una multitud de penurias morales. Hay, reconozcámoslo, una masa sensible a esta propuesta. Hay un populoso sector de la sociedades del Occidente más desarrollado dispuesto a comulgar con toda una tramoya de mentiras obsoletas y despropósitos de nuevo cuño sólo por satisfacer el capricho de exhibir un delirante blasón de pureza ideológica. Pensando muy probablemente en ellos, Peter Sloterdijk lanzó la pregunta decisiva:

“Si hubiera nobleza, ¿quién soportaría no ser noble?”

“Si hubiera nobleza, ¿quién soportaría no ser noble?”. De modo que no puede haber nobleza. El cariz de los tiempos la proscribe. Queda así el hombre confinado en el reducido espacio donde se dirimen las condiciones de mejora de sus ambiciones materiales. Ninguna motivación encuentra más elevada que la de colmar las necesidades que se le inducen. El resto de sus expectativas ha de desecharlas. ¿Sólo desecharlas? No, es necesario que también las aborrezca. ¿Cómo, si no, transformar el impulso de acceso al imposible paraíso igualitario en la savia con que reverdece el espectro de una utopía que ya nos parecía exangüe?

Y es aquí, creo, donde rozamos el núcleo del asunto. El destino del individuo delineado con el troquel que impone la ortodoxia vigente es el extrañamiento de sí mismo y de la comunidad de la que hubiera debido formar parte. El desarraigo. Se le condena a carecer de un mundo auténtico. Su tesoro más íntimo permanecerá para siempre fuera de su alcance. Rotos sus vínculos, despojado del sentido de la realidad, sucumbe una y otra vez a las falacias de los manipuladores y a los espejismos incesantes de la mercadotecnia. Se inicia así un proceso de reducción de la persona. La pretendida emancipación culmina en modalidades inéditas de servidumbre voluntaria. La resaca del pensamiento hegemónico se traduce en unos cada vez más frecuentes accesos de inmadurez, angustia, debilidad y egocentrismo. Y mientras, sin acaso percatarse del todo, el sentido de su existencia se difumina y su días van adquiriendo una peculiar textura desesperanzada. Ninguna parodia de pertenencia tribal alcanzará a suavizar el rigor de la soledad que le aguarda.

© La Controversia

 

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