Hay que quitarle la careta a esta hipocresía abominable. Pensad en esos cincuenta cadáveres y tratad de meteros en sus “sueños”. ¿Con qué soñaban? ¿Con un apartamento de cuarenta metros cuadrados en Parla, compartido con otros tres inmigrantes (o más), un trabajo de sol a sol por cuatro chavos y un bocadillo de jamón? Esos son los que han triunfado. ¿Qué se encuentran los demás? El cuartelillo de la guardia civil, la manta de la Cruz Roja, un catre para pasar la noche, el avión de los retornados forzosos. Y éstos, aún, han tenido suerte. Luego está lo que se encuentran tantos otros: la mafia que te pide el doble de dinero, la ciudad donde no eres nada, el pequeño delito como forma de vida, la prostitución de lance… O, por supuesto, la muerte. Porque cualquiera de esas posibilidades es la que espera al inmigrante ilegal.
No: ellos, esos cincuenta, no soñaban con eso. Los cincuenta del fondo del mar soñaban, si acaso, con la obesidad inagotable de un mundo de objetos, con el lujo en cada esquina, con tiendas llenas de comestibles, con dinero que circula como volando, con mujeres hermosas que te besan desde los carteles luminosos de grandes edificios, con vehículos potentes y casas grandes, con sanidad gratuita, con… Soñarían con lo que han visto a través de la televisión en sus aldeas remotas, la opulencia de un universo rico sin fin, ante el que palidece el viejo mito de la tierra que mana leche y miel. Y sobre ese sueño televisado a todos los rincones del globo, aparece el amigo que te dice que tiene un primo cuyo hermano ha prosperado en Europa. Y luego viene el traficante que te arregla un pasaje en una caravana de fortuna.
La sonrisa del hombre blancoY frente a eso, hay unos hombres blancos de aspecto limpio y bien alimentado que levantan los ojos al cielo, sonríen dulcemente y dicen: “Venid, que os acogeremos”. Bajo la mirada fascinada de los hombres blancos, la muchedumbre se lanza al asalto de la nueva tierra de promisión. Unos mueren por el camino, otros naufragan en el mar, otros aun caen en las redes de la policía, antes de que otros queden esclavizados en manos de las mafias; sólo unos pocos consiguen llegar, ser admitidos, obtener quizás, incluso, un trabajo. Y esos pocos que han conseguido llegar son después exhibidos por los hombres blancos, satisfechos de sí mismos, que muestran a los triunfadores como ejemplo de la bondad, la solidaridad, la generosidad de Occidente, espejo de virtudes humanitarias y de destino feliz para todos los hombres.
¿No hay algo profundamente inmoral en este juego, en esta carrera suicida de espermatozoides dementes hacia un óvulo vacío, donde sólo sobrevivirán unos pocos que, después, serán mostrados al mundo para reconfortar la atribulada conciencia de los Hombres Prósperos? ¿No es literalmente criminal este reclamo permanente, esta llamada de Occidente hacia un mundo que desea huir, y al que se le abren las puertas ocultándole la trampa abierta bajo sus pies?
Hipocresía. Si fuéramos realmente conscientes de nuestra posición –la civilización más poderosa de todos los tiempos, con medios de construcción y destrucción nunca antes imaginados–, tendríamos que asumir el deber de enmendar las cosas. Tendríamos que estar en condiciones de frenar la corriente suicida de la inmigración ilegal. Tendríamos que estar en condiciones de imponer a los países pobres unas formas determinadas de repartir sus bienes. Tendríamos que estar en condiciones de enseñar a pescar, en vez de mostrar los peces para que esos hambrientos vengan nadando a buscarlos. Claro que todo eso exigiría aplicar poder, coacción. Y eso es demasiado duro, ¿verdad? Por el contrario, preferimos asistir al espectáculo de la muerte cotidiana del “ilegal” y, después, solazar nuestra conciencia con discursos sensibleros sobre los sueños de los supervivientes.
Esta sociedad da asco.