De Carlos V se dice que cuando sus tropas vencieron en Mülhberg (1547), algunos de sus consejeros le incitaron a exhumar y entregar a la hoguera los restos de Luther que estaba en la capilla del castillo de dicha ciudad. Magnánimo, el emperador se limitó a contestar «Ha encontrado su juez. Yo hago la guerra contra los vivos, no contra los muertos». Pero el respeto por el lugar de descanso de los muertos y el deseo de reconciliación y fraternización ya no parecen estar a la orden del día. La última vuelta de tuerca en el asunto del Valle de los Caídos, con la exhumación de los restos de José Antonio Primo de Rivera, finalmente decidida por su familia ante la presión de las autoridades y para evitar la profanación de la sepultura por manos extranjeras, es una nueva llamativa demostración de ello. El error, para muchas personas de buena voluntad, ha sido persistir en la espera de acciones sublimes cuando la fuente de lo sublime se ha secado. Pero ¿por qué tanta hostilidad, resentimiento y odio contra «José Antonio»? ¿Quién era realmente el fundador de la Falange?
Rechazar la historia maniquea
Para los artesanos de la historiografía dominante, neosocialistas o neoliberales autoproclamados “progresistas”, la respuesta es tan simplista como reiterativa: era «un fascista, hijo de un dictador», y el caso está cerrado. Después de treinta y cinco años de propaganda «conservadora» o franquista seguida de casi medio siglo de propaganda «progresista», y a pesar de la impresionante bibliografía existiendo sobre el tema, «José Antonio» sigue siendo lamentablemente el gran desconocido o el mal conocido de la historia contemporánea de España. Para sus adversarios, admiradores del Frente Popular, a menudo glosadores ocultos de los mitos de la Komintern, el joven fundador de la Falange, habría sido una especie de niño de papá, un cínico admirador del fascismo italiano, un pálido imitador de Mussolini. En el mejor de los casos, habría sido un espíritu contradictorio, ambiguo, que habría buscado en el fascismo la solución a problemas personales y afectivos. Peor aún más, habría sido un esbirro del capital, una personalidad autoritaria, antidemocrática, ultranacionalista, desprovista de cualquier cualidad intelectual, un demagogo, arrogante, violento, racista y antisemita. Y a esta absurda y grotesca acusación, se suman los agravios de sus adversarios de derechas. Según ellos, habría defendido una política conscientemente catastrófica, una estrategia guerra civilista. En cualquier caso, habría sido una personalidad descarriada, cuya aportación a la vida política habría sido nula, marginal o negativa en la medida en que habría acelerado el desastre nacional. Algunos añaden, por si fuera poco, que la presencia de José Antonio en el bando nacional, en plena guerra civil, no habría cambiado el curso de los acontecimientos. Podría haberse enfrentado a los militares, dicen, pero éstos lo habrían encarcelado o incluso ejecutado. Si hubiera sobrevivido y tenido más éxito, «lo más probable es que se hubiera desacreditado por completo». Y no dudan en constatar lo que llaman una «contradicción entre el falangismo joseantoniano y el catolicismo», concluyendo, sin vacilar, “como dice la Biblia, el que a hierro vive, a hierro muere’. Pero afirmar no es demostrar.
Hace casi medio siglo que me opongo a esta historia caricaturesca, maniquea o de telenovela, a estos esquemas reductores contradichos por una masa considerable de hechos, documentos y testimonios. Sé que la mera consideración de valores, hechos o documentos, que contradicen la opinión de tantos historiadores supuestamente científicos (o mejor dicho militantes camuflados), conduce ipso facto, en el mejor de los casos, al silencio y al olvido, y en el peor, a la caricatura, a la exclusión, al insulto, a la acusación de complacencia, de legitimación calculada, o incluso de apología encubierta de la violencia fascista. Pero no importa, lo principal es decir lo que hay que decir. Una obra, un estudio histórico vale por su rigor, su grado de verdad, su valor científico.
Una vez leída gran parte de la inagotable literatura hostil, hay que tomarse la molestia de acudir a las fuentes primarias. En mi caso, el estudio minucioso de las Obras Completas y el análisis riguroso de los documentos y testimonios de la época me abrieron los ojos. Hace mucho tiempo que los tópicos habituales sobre José Antonio Primo de Rivera, su persona y sus actos, o la repetición de fórmulas y afirmaciones truncadas o sacadas de contextos para mostrar la pobreza de sus análisis y la debilidad de su pensamiento han dejado de impresionarme.
¿Cómo dar un mínimo de credibilidad a autores que callan, ignoran o descartan centenares de testimonios equilibrados? ¿Por qué la antología de opiniones de personalidades de todo pelaje, publicada por Enrique de Aguinaga y Emilio González Navarro, Mil veces José Antonio (2003) es tan cuidadosamente ignorada por tantos supuestos “especialistas”? ¿Por qué Miguel de Unamuno, el mayor filósofo liberal español de la época con Ortega, habría visto en José Antonio
José Antonio: «un cerebro privilegiado tal vez el más prometedor de la Europa contemporánea»
—Ortega y Gasset
«un cerebro privilegiado tal vez el más prometedor de la Europa contemporánea»? ¿Por qué Salvador de Madariaga, famoso historiador liberal y antifranquista, lo habría definido como una personalidad «valiente, inteligente e idealista»? ¿Por qué conocidos políticos, como los socialistas y anarquistas Félix Gordón Ordás, Teodomiro Menéndez, Diego Abad de Santillán e Indalecio Prieto, o renombrados intelectuales liberales y conservadores, como Gregorio Marañón, Álvaro Cunqueiro, Rosa Chacel, Gustave Thibon o Georges Bernanos, habrían rendido homenaje a su honradez y sinceridad? Por qué el más famoso hispanista francés, miembro del Instituto, Pierre Chaunu, gran conocedor del gaullismo habría establecido un sorprendente paralelismo entre el pensamiento de Charles de Gaulle y el de José Antonio nada menos que en un extenso artículo de Le Fígaro (4-5 de septiembre de 1982)?.
La gran biografía de Arnaud Imatz
Ni derecha ni izquierda
José Antonio, en cuanto precursor y en eso discípulo de Ortega y Gasset, ya denunciaba hace noventa años las dos formas de hemiplejía moral: «El ser ‘derechista’ como el ser ‘izquierdista’, supone siempre expulsar del alma la mitad de lo que hay que sentir. En algunos casos es expulsarlo todo y sustituirlo por una caricatura de la mitad». Quería crear y desarrollar un movimiento político animado por una doctrina sintética, que abarque todo lo positivo y rechace todo lo negativo de la derecha y de la izquierda, implantar una profunda justicia social para que el pueblo pueda volver a la supremacía de lo espiritual. La dimensión metafísica, religiosa y cristiana, el respeto a la persona humana, el rechazo a reconocer al Estado o al Partido como valor supremo, el antimachiavelismo y la fundamentación no hegeliana sino clásica del Estado, son elementos distintivos de su pensamiento. Por su sentido de la justicia, de la solidaridad, de la unidad en el respeto de la diversidad y su fuerte sentido del deber, José Antonio es a la vez un tradicionalista y un revolucionario.
Pretendía llevar a cabo un proyecto sin duda demasiado idealista por su época: quería nacionalizar la banca y los grandes servicios públicos, asignar la plusvalía del trabajo a los sindicatos, realizar una profunda reforma agraria en aplicación del principio: «La tierra es de quien la trabaja», y crear una propiedad familiar, comunal y sindical. Quería instaurar una propiedad individual, familiar, comunal y sindical, todas con derechos similares.
¿Era su programa reformista o revolucionario, realista o utópico? Se pude debatir, pero lo que no se puede decir es que careciera de apertura, generosidad y nobleza. El nacional-sindicalismo de José Antonio fracasó estrepitosamente, pero, al fin y al cabo, porque fue víctima tanto del resentimiento, el sectarismo y el odio de la izquierda como del egoísmo, la arrogancia y el inmovilismo de la derecha. Censurado, insultado, caricaturizado, encarcelado (tres meses antes del alzamiento del 18 de julio) y fusilado por las izquierdas marxistas y anarquistas el 20 de noviembre de 1936, tras una parodia de juicio, el fundador de la Falange, que había sido burlado y duramente criticado por los conservadores y liberales antes de la guerra, fue recuperado, manipulado, tergiversado y finalmente ejecutado y enterrado por segunda vez por las derechas franquistas.
El buen conocedor de la filosofía española Alain Guy y el politólogo Jules Monnerot, por citar sólo a dos prestigiosos académicos e intelectuales extranjeros, decían que el falangismo joseantoniano no podía en rigor reducirse sólo al «fascismo», es decir, para los historiadores y politólogos serios, a un cierto modelo que designe las imperfectas similitudes que pueden establecerse entre los fenómenos italiano y alemán. Y tampoco decían que puede reducirse al franquismo, régimen e ideología cuyo carácter ha sido ante todo conservador y autoritario. Yo desde luego no pongo un signo de igualdad entre, por un lado, el falangismo de José Antonio, el fascismo italiano, el conservadurismo revolucionario alemán (antes de que Hitler se hubiera hecho con el poder) y, por otro, las tres grandes histerias del siglo XX: el racismo nacionalsocialista, el economicismo salvaje del neoliberalismo o el que, sin duda, mató a más gente que los dos anteriores: el socialismo marxista.
Dicho lo anterior, se debe subrayar que José Antonio actuó en un tiempo y en un espacio determinados. Su pensamiento no es enteramente reductible al contexto histórico-cultural, pero no puede servir para dar respuestas concretas a cuestiones actuales. Además, contiene elementos discutibles, por no decir hoy en día inaceptables. Así por ejemplo su teorización de la minoría “ilustrada”, estructurada en clubes o partidos, que serían los actores del desarrollo y de la revolución en nombre del pueblo es claramente marcada y contaminada por las concepciones totalitarias heredadas del jacobinismo liberal y del socialismo marxista.
José Antonio y los no-conformistas franceses de los años 30
El personalismo cristiano del fundador de la Falange se acerca mucho al pensamiento de los no-conformistas franceses de los años 30 (Robert Aron, Arnaud Dandieu, Jean de Fabrègues, Jean-Pierre Maxence, Daniel-Rops, Alexandre Marc, Thierry Maulnier, Emmanuel Mounier o Denis de Rougemont) que tanto influjo en el futuro presidente de la República francesa Charles de Gaulle [Y no menos interesante es la conexión que se puede hacer con el pensamiento del fundador de Fianna Fail, presidente de la república irlandesa, Éamon de Valera].
El 90%, si no la totalidad, de las ideas personalistas de los no-conformistas franceses de los años treinta, ideas en su mayoría de sorprendente actualidad, y que impregnaron al principio los círculos más originales del régimen de Vichy, así como los de la mayoría de las redes de la Resistencia no comunista, eran compartidas por el joven líder de la Falange.
Para convencerse de ello, basta con recordar aquí las ideas clave de dicha corriente personalista francesa. En primer lugar, está la crítica a la democracia representativa, parlamentaria, que es sinónimo de mentira, de falta de carácter, de compromiso, de control de la prensa y de los mecanismos democráticos, y de un régimen en manos de una oligarquía de hombres ambiciosos y ricos. Luego está el anticapitalismo, cuyas raíces son filosóficas y morales antes que económicas o políticas. Está la crítica virulenta del «laissez faire, laissez passer», que tiene como consecuencia la transformación de la sociedad en una verdadera jungla en la que se desatienden radicalmente las exigencias del bien común y de la justicia. Esta la denuncia de la sumisión del consumo a las exigencias de la producción, sometida a su vez al beneficio especulativo. Esta el rechazo de la primacía absoluta del beneficio y de la especulación financiera, así como de la dominación de los bancos y de las finanzas. Está el rechazo de la usura como ley general, del triunfo del dinero como medida de toda acción y valor humanos. Está por fin el reproche de atacar la iniciativa y la libertad, de matar la propiedad privada concentrándola en cada vez menos manos: «El liberalismo es el zorro libre en el gallinero libre».
Esta corriente personalista, no-conformista francesa se declaraba «ni de derechas ni de izquierdas», «ni comunista ni capitalista»; quería luchar por la “dignidad de la persona humana”, por los «valores espirituales» y defendía «la Tercera vía»; quería ampliar la propiedad individual multiplicando la propiedad colectiva no estatal; quería reorganizar el crédito confiándolo a bancos gestionados por organismos profesionales o grupos de consumidores. Su principal queja contra el capitalismo se resumía en dos palabras: materialismo e individualismo. “Beber, comer y dormir, es suficiente”, en esto, afirmaban los no-conformistas, el marxismo no rompe con el capitalismo, sino que prolonga sus defectos. El objetivo último al que se debía aspirar no era la felicidad, la comodidad y la prosperidad, sino la realización espiritual del hombre. Defendían simultáneamente la necesidad de una revolución de las instituciones, una revolución económica y social y una revolución espiritual. Para ellos lo fundamental era la idea de que cualquier trastorno de las estructuras sería inútil si no iba acompañado de una transformación moral y espiritual del hombre, empezando por la de los partidarios de esa revolución que se avecinaba.
Este brevísimo repaso del espíritu personalista de los no-conformistas franceses de los años 1930, lleva a la conclusión de que no hay una sola propuesta formulada por ellos que no encuentre eco en los escritos y discursos de José Antonio. Primo de Rivera no era ni hegeliano, ni racista, ni antisemita. No situaba al Estado ni a la raza en el centro de su cosmovisión, sino al hombre como portador de valores eternos, capaz de salvarse o perderse. No defendía una revolución materialista y totalitaria (colectivista-clasista, estatista o racista), que pretende reducir la realidad social y espiritual a un modelo único, sino una revolución espiritual, total, a la vez moral, política, económica y social, una revolución cristiano-personalista, integradora de todos y al servicio de todos.
La influencia de la ideología fascista italiana en su pensamiento y estilo es innegable, pero también se encuentran en ellos otros influjos muy importantes como el tradicionalismo, el liberalismo, el anarquismo o el socialismo-marxista. Muchos juzgan con severidad la admiración joséantoniana por Mussolini. Y es cierto que, al principio de su breve carrera política, al igual que muchos políticos e intelectuales de su época, como Churchill o Mounier, mostró una verdadera estima e incluso entusiasmo por los logros sociales del Duce. Pero no hay que olvidar que el totalitarismo de Estado del régimen de Mussolini fue al final infinitamente menos sangriento que el totalitarismo de clase o de raza. Todas las ideologías modernas han sido fuente de crímenes descarados, y ninguna puede pretender ser más humana que las demás. Pero hay grados de horror, y a la hora de juzgar al fundador de la Falange, se debe exigir un mínimo de decencia y rigor.
José Antonio y el Che
Varios autores se han aventurado a establecer un paralelismo entre José Antonio y la figura más emblemática del romanticismo revolucionario del siglo XX, el guerrillero leninista-maoísta Ernesto Guevara. Las similitudes son sin embargo imperfectas. Ambos exaltan las virtudes del valor, la lealtad y la fidelidad. Ambos simbolizan el desinterés de la juventud. Ambos desprecian el lujo, los gustos suntuarios y la ostentación de riqueza. Ambos rechazan el orden económico y social en el que sólo reina el dinero, en el que la sociedad se abandona a las únicas reglas del beneficio y del egoísmo triunfante, con sus inevitables corolarios de especulación, codicia y corrupción. Ambos ignoran el miedo, desdeñan el dinero y les mueve la pasión por el deber. Pero las similitudes acaban ahí.
José Antonio es un católico convencido. El Che, carece de preocupaciones metafísicas y es hostil a toda creencia religiosa. Materialista, ateo, Ernesto Guevara desprecia lo que Nietzsche denunciaba como «las debilidades del cristiano». El fanatismo, el sectarismo, la dureza, el odio al Otro, la demagogia revolucionaria son rasgos que el Che comparte con Robespierre, Lenin, Hitler, Stalin o Mao. Lo más terrible del Che es la mezcla de ascetismo personal y capacidad para flagelar a los demás, la certeza de tener siempre la razón, el odio abstracto, la fría crueldad política. Los amigos sólo son amigos para él mientras piensen políticamente como él. Al igual que su maestro Lenin, la lucha política legitima todos los medios: la astucia, la manipulación, el cinismo, la violencia extrema, los insultos, las invectivas, las injurias, la difamación, las subvenciones al enemigo de la patria, el robo de herencias, los atracos y las ejecuciones sumarias. El Che ama a las personas no como son, con sus grandezas y debilidades, sino como la revolución las habría transformado. Es un ángel exterminador. Le resulta más fácil expresar sus sentimientos por la muerte de un animal que por la de un enemigo. Es difícil imaginar a José Antonio ordenando la ejecución sumaria de más de cien opositores, como hizo el Che en la fortaleza de La Cabaña. Es igual de difícil imaginarlo escribiendo, como Lenin a Gorki (el 15 de septiembre de 1922), estas repugnantes líneas sobre los intelectuales para deplorar el retraso en sus ejecuciones: «Los intelectuales, lacayos de la burguesía, se creen el cerebro de la nación. En realidad, no son su cerebro, son su mierda».
La ética joseantoniana
José Antonio tenía sentido de mesura y equilibrio; sabía que en política el rechazo absoluto a cualquier compromiso (que no es el abandono de los principios por oportunismo) conduce siempre al terror implacable. Como republicano y demócrata de razón, rechazaba cualquier nostalgia del pasado, monárquico conservador o reaccionario. No tenía más el gusto excesivo del militar por el orden y la disciplina que la atracción irresistible del actor o el artista por el escenario y la comedia. No era ni Franco ni Mussolini. Por tonto que parezca, José Antonio tenía una marcada inclinación por la bondad; una «bondad de corazón», como bien subrayaba el maestro Azorín, que, unido a una elevada concepción de la justicia y el honor, un incuestionable valor físico, una constante preocupación intelectual, un carisma o magnetismo de líder y, en fin, un agudo sentido del humor, le hacían inevitablemente simpático.
A diferencia de los utopistas jacobinos y socialistas-marxistas, José Antonio quería basar su sistema en el individuo y defender las especificidades culturales, regionales y familiares. No pretendía hacer del Otro, un Yo Otro, sino simplemente aceptarlo, comprenderlo y convencerlo de que colabore con él por el bien de toda la comunidad nacional. Cuando estalla la Guerra Civil, ante la avalancha de odio y fanatismo, de hierro y sangre, resiste y se levanta casi solo. Ofrece su mediación en un último intento de detener la barbarie. Pero era una causa perdida, y fue rechazado. Muere con dignidad, sin odio, con el alma serena, como un héroe cristiano, en paz con Dios y con los hombres. Escribe en su testamento: «Perdono con toda el alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego que me perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o chico». En la política del siglo XX abundan las personalidades notables, pero a duras penas se encuentran más nobles. Era una especie de último caballero cristiano.
Dicho esto, históricamente, el mérito de José Antonio es haber intentado asimilar críticamente, desde una posición profundamente cristiana, la revolución socialista al mismo tiempo que desvinculaba los valores espirituales y comunitarios de la derecha reaccionaria. Y una de sus características más originales fue aparecer en la escena política de su tiempo con una nueva retórica, una nueva forma de formular la política, con un lenguaje original y atractivo para los jóvenes.
Falsedades y verdades
Conviene detenernos ahora en las acusaciones de violencia y antidemocracia que se suelen hacer contra él. Invariablemente se le reprocha la frase que él mismo califico de desafortunada: «Cuando se ofende a la justicia y a la patria, no hay más dialéctica admisible que la de los puños y las pistolas». Pero es necesario citarla entera y ponerla en perspectiva. No hay que olvidar las constantes declaraciones exaltadas, incendiarias y antidemocráticas de sus adversarios, empezando por las del «Lenin español», el socialista, marxista revolucionario Largo Caballero.
«Contextualicemos» pues, la supuesta violencia joseantoniana. La Falange joseantoniana fue responsable de unos sesenta a setenta atentados mortales entre junio de 1934 y julio de 1936. Pero, al mismo tiempo, sufrió cerca de 90 muertes en sus filas (Hubo 2000 a 2500 muertos durante la Segunda República). Desde el día siguiente a su fundación, en octubre de 1933, la Falange joséantoniana sufrió una docena de atentados mortales. No se trataba de peleas callejeras, sino de atentados terroristas perpetrados por socialistas, comunistas y anarquistas, para eliminar físicamente a los vendedores ambulantes del semanario FE. La imagen propagandística de Falange Española (FE) como el principal grupo cuya acción terrorista provocó la Guerra Civil es radicalmente falsa. Fue por su negativa a entrar en el ciclo de la violencia durante meses por lo que José Antonio fue apodado por las derechas «Simón el Enterrador», y por lo que su partido y sus militantes recibieron los sobrenombres de «Funeraria Española» (FE) y «Franciscanistas». En realidad, la Falange joséantoniana sólo reaccionó violentamente tras ocho meses de espera. El detonante fue la muerte, el 10 de junio de 1934, de un estudiante falangista de 17 años, Juan Cuéllar, asesinado en la Casa de Campo por un grupo de socialistas madrileños. Para colmo de males, la militante socialista Juanita Rico orinó sobre el cadáver de su víctima, y el padre del joven Cuéllar no pudo reconocer el rostro de su hijo porque había sido pisoteado, aplastado y deformado.
En realidad, una exposición de los hechos que pase por alto la bolchevización o radicalismo revolucionario del Partido Socialista, el desarrollo del aparato paramilitar socialista y comunista, la incoherencia de los republicanos liberales y el inmovilismo reaccionario de los conservadores, para intentar demostrar mejor que la Falange joseantoniana fue la causa principal de la violencia durante la República y, en consecuencia, del estallido final, es sencillamente fraudulenta. La violencia nunca fue un postulado del ideal joseantoniano. Es declaradamente una violencia empleada para repeler la agresión o para defender derechos o verdades intemporales («el pan, la patria y la justicia») cuando se han agotado todas las demás instancias.
Anticapitalista, antisocialista y antimarxista, José Antonio lo era sin duda. Pero ¿era antiparlamentario y antidemocrático? Esto es altamente discutible. ¿Por qué habría dicho entonces: “Pero si la democracia como forma ha fracasado, es, más que nada, porque no nos ha sabido proporcionar una vida verdaderamente democrática en su contenido. No caigamos en las exageraciones extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en desprecio hacia todo lo democrático. La aspiración a una vida democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la ciencia política, por encima de toda moda”?: Es ridículo transponer al pasado la imagen actual de la democracia española. La situación presente no puede compararse con la del periodo anterior a la Guerra Civil. Entonces había muchos revolucionarios y conservadores convencidos, pero poquísimos demócratas tolerantes y pacíficos. El respeto al Otro no estaba a la orden del día.
¿Fue José Antonio un golpista, como afirman tantos autores? Es bien sabido que los golpes de Estado o golpismo, de carácter moderado o progresista (mucho más raramente conservador), fueron un rasgo definitorio de la vida política en España (y también en gran parte de Europa) durante el siglo XIX y principios del XX. Después de 1820, se produjeron en la Península no menos de 40 grandes pronunciamientos o golpes de Estado, y cientos de muy pequeños. Que José Antonio estuviera marcado e incluso contaminado por la tradición golpista del liberalismo decimonónico y por la doble tradición golpista del anarquismo y el socialismo de principios del siglo XX es más que probable. Pero lo cierto es que su efímero e incongruente proyecto de «insurrección», expuesto una sola vez en la reunión de Gredos (junio de 1935), nunca fue más que una respuesta circunstancial, teórica e imaginaria —sin el menor principio de aplicación— a la seria insurrección socialista de octubre de 1934.
Quiénes eran los verdaderos teóricos y técnicos de la dictadura desde finales del siglo XIX, sino los epígonos de la tradición pretoriana del liberalismo español decimonónico, como el republicano-demócrata Joaquín Costa, por no hablar de los socialistas y marxistas que entonces eran abiertamente doctrinarios o defensores de la dictadura del proletariado o, por decirlo con más precisión, de la dictadura del Partido sobre el proletariado. José Antonio no dudaba de que el pueblo fuera soberano. Quería mejorar la participación de todos los ciudadanos en la vida pública. Pero a la democracia individualista y liberal, a la democracia colectivista y popular, prefería la democracia orgánica, participativa y referendaria, que en su opinión era más capaz de acercar el pueblo a los gobernantes. En la Europa del periodo de entreguerras, esta elección parecía a muchos posible, equilibrada y razonable. Además, si esta opción no hubiera sido considerada por muchos como realista y bien pensada, ¿por qué tantos dirigentes posteriores, muy conocidos, cuyas convicciones políticas están reñidas con las de José Antonio, como el primer Fidel Castro o el presidente del gobierno José María Aznar, habrían sido en su juventud lectores atentos y admiradores de las Obras Completas?
En contra de lo que tantas veces se repite, José Antonio admiraba, incluso con cierta ingenuidad, la tradición parlamentaria británica. Algunos militantes falangistas, que no apreciaban las intervenciones del fundador de la FE en el Parlamento, se apresuraron a criticar su «excesivo gusto por los debates parlamentarios». La realidad, es que José Antonio era partidario de la democracia orgánica, como lo eran Julián Sanz del Río, Nicolás Salmerón, Fernando de los Ríos, Salvador de Madariaga o Julián Besteiro, por citar sólo a algunos autores liberales y socialistas españoles.
Por otra parte, José Antonio quería ser y decía ser mucho más patriota que nacionalista. La nación no es, a su juicio, una raza, una lengua, un territorio y una religión, ni un simple deseo de vivir juntos, ni la suma de todo ello. Es ante todo «una entidad histórica, diferenciada de las demás en lo universal por una propia unidad de destino». No somos nacionalistas, dice en Madrid (en noviembre 1935), «porque ser nacionalistas es una pura sandez; es implantar los resortes espirituales más hondos sobre un motivo físico, sobre una mera circunstancia física; nosotros no somos nacionalistas porque el nacionalismo es el individualismo de los pueblos».
Algunos autores han pretendido detectar en José Antonio una evolución y un acercamiento tardío, casi in extremis, a las tesis de la Alemania nacionalsocialista. Se basan para ello en un texto, fechado el 13 de agosto de 1936, Germánicos contra bereberes escrito en plena guerra civil en su celda de Alicante y encontrado en sus papeles después de su muerte. Expresa en él una visión etnocultural superficial, reductora y que no resiste a una crítica histórica rigurosa. Pretende explicar la Reconquista como un enfrentamiento entre dos arquetipos, el «espíritu germánico» y el «espíritu bereber», pero al mismo tiempo parece reconocer la fusión hispanorromana-visigoda. Este artículo contiene inexactitudes y afirmaciones que fueron más tarde totalmente desmentidas y refutadas en su testamento. No obstante, conviene recordar aquí que ese tipo de interpretación etnocultural estaba muy extendida en su época y entre autores con convicciones encontradas. La mayoría de los historiadores de los Estados-nación pensaban sus orígenes en una oposición entre nativos y conquistadores. Así, la historiografía de Francia oscilo constantemente entre la tesis de un origen franco (Clodoveo, el rey franco) y la de un origen celta y galo (Vercingetórix) o galorromano cuando se tenía en cuenta a Roma. Para el aristócrata Montesquieu, las libertades eran de origen germánico… Así las cosas, y volviendo al supuesto racismo del artículo Germanicos contra bereberes, conviene recordar que la misma acusación abusiva podría hacerse contra los textos de Ortega y Gasset, Américo Castro o Sánchez-Albornoz.
José Antonio era claramente antiseparatista, pero no sucumbió a la tentación jacobina y centralista. Eso lo demuestra su discurso ante el Parlamento el 30 de noviembre de 1934. «Es torpe la actitud de querer resolver el problema catalán reputándolo de artificial. […] Cataluña existe con toda su individualidad, y muchas regiones de España existen con su individualidad, y si queremos dar una estructura a España, tenemos que arrancar de lo que España en realidad ofrece. […] Por eso soy de los que creen que la justificación de España está en una cosa distinta: que España no se justifica por tener una lengua, ni por ser una raza, ni por ser un acervo de costumbres, sino que […] España es mucho más que una raza y es mucho más que una lengua, […] es una unidad de destino en lo universal. […] Por eso entiendo que cuando una región solicita la autonomía, […] lo que tenemos que inquirir es hasta qué punto está arraigada en su espíritu la conciencia de la unidad de destino; que si la conciencia de la unidad de destino está bien arraigada en el alma colectiva de una región, apenas ofrece ningún peligro que demos libertades a esa región para que, de un modo o de otro, organice su vida interna».
Recordemos de pasada el supuesto machismo o antifeminismo de José Antonio por haber expresado alguna vez el deseo de una «España alegre y faldicorta». Quizá merezca la pena recordar aquí el nombre de una de las figuras más destacadas del feminismo español la abogada Mercedes Formica. Fue responsable de la profunda reforma del Código Civil español a favor de los derechos de la mujer en 1958. En los años 30 había sido una falangista de primera hora y a lo largo de toda su vida se declaró fiel discípula de José Antonio (el cual la nombró delegada nacional del SEU (Sindicato Español Universitario) y miembro de la Junta Política), lo que le vale hoy ser víctima de una acérrima omertà. En sus Memorias, Formica barre de un plumazo el mito propagandístico de un José Antonio antifeminista demostrando su falsedad y engaño.
En cuanto al cacareado imperialismo del fundador de FE, los argumentos para defenderlo son también muy frágiles. No se encuentra reivindicación territorial alguna en las Obras Completas. Según José Antonio, en el siglo XX, el imperio español sólo podía ser de carácter espiritual y cultural. Ni que decir que en vano se buscarían en sus palabras connotaciones antisemitas o racistas. Utilizo cinco veces, no sin error y torpeza, el término «Estado total» o «totalitario», pero lo hizo claramente para significar su deseo de crear un «Estado para todos», «sin divisiones», «integrador de todos los españoles», «instrumento al servicio de la unidad nacional».
Igualmente, sorprendente es la opinión de José Antonio sobre el fascismo. La expresó sin ambigüedad en un escrito de 1936: «El fascismo pretende resolver la inarmonía entre el hombre y su contorno absorbiendo al individuo en la colectividad. El fascismo es fundamentalmente falso: acierta al barruntar que se trata de un fenómeno religioso, pero quiere sustituir la religión por una idolatría». En cuanto a sus convicciones católicas, no pueden cuestionarse. La última y más clara manifestación de ello se encuentra en el testamento ya citado que escribió el 18 de noviembre de 1936, dos días antes de su ejecución.
Una variante de tercera vía
La Falange joseantoniana es una variante de las ideologías de la Tercera vía, que muchos doctrinarios, teóricos y políticos han defendido o defienden desde finales del siglo XIX. Históricamente, personalidades tan diversas como De Gaulle, Nasser, Perón, Chávez, Clinton o Blair se han referido a la Tercera vía. Pero sus filiaciones, a pesar de las apariencias a veces engañosas, no son las mismas. Hay dos hilos políticos distintos, dos direcciones que nunca se encuentran. Más allá de tiempos, lugares, palabras y hombres, los partidarios de la auténtica tercera vía persiguen incansablemente la superación del pensamiento antinómico. Quieren, como decía José Antonio, tender un puente entre Tradición y Modernidad. La síntesis-superación, la necesidad de reconciliación en forma de superación, es para ellos el objetivo principal de toda gran política. Ahí está la raíz del odio casi metafísico de sus adversarios. Dicho esto, dado que el pensamiento de José Antonio constituye uno de los miembros de la vasta familia de las ideologías de la Tercera vía, es tanto más legítimo plantearse la pregunta: «¿Qué nos ha legado verdaderamente José Antonio? Para contestar, permítanme repetir una vez más las palabras del filósofo vasco Miguel de Unamuno que concluyen mi libro de juventud José Antonio: entre odio y amor. Su historia como fue, prologado por Juan Velarde Fuertes: «Nos ha legado a sí mismo, y un hombre vivo y eterno vale todas las teorías y filosofías».
© La Gaceta de la Iberosfera
La única grabación de José Antonio
que se conserva (año 1934)
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