O eso dice. Eso dice, más exactamente, Gaceta.es. En una nota que precede al artículo de Fernando Paz que aquí reproducimos, el periódico informa de que el líder de Podemos guarda en una carpeta más de una y de dos fotografías del fundador de Falange, fotos que distribuiría por lo demás a amigos y conocidos.
A nadie se le escapa, a estas alturas, que Podemos no está para asaltar ningún cielo. Su ascenso al paraíso hace tiempo que hay que rastrearlo en las hemerotecas, mientras que su pretensión de única fuerza de la izquierda habilitada para enfrentar al PP, se ha ido marchitando al melancólico ritmo de un tic-tac que hoy reverbera burlón.
Ahora parece como si nos separase un océano de tiempo, pero solo hace unas cuantas semanas -y durante un semestre largo- que en nuestra actualidad apenas había otra cosa más que Podemos. Los españoles asistíamos hipnotizados al fenómeno, sin terminar de explicárnoslo, mientras las encuestas mostraban, día tras día, un vertiginoso ascenso que no parecía encontrar satisfacción.
Desvanecido el espectro que en su día recorrió España, la pregunta que procede es si resulta verdaderamente posible el que la izquierda española llegue a pivotar en torno al partido de Pablo Iglesias. Para lo cual, y antes que nada, Iglesias debe definir la naturaleza de su proyecto, pues hoy se le presenta una disyuntiva cuya resolución no puede dilatar mucho más en el tiempo:convertirse en una izquierda nacional, al estilo de Szyriza o de las revoluciones hispanoamericanas, que construya su identidad sobre la realidad del estado-nación, o bien seguir la estela de la antinacional izquierda española.
De vez en cuando Iglesias se deja llevar por el instinto hacia una versión castiza de patriotismo, que termina malbaratando la idea misma de patria al redefinirla del modo más inane, como si lo patriótico consistiese en llevar a los niños al colegio o en barrer las escaleras. ¿Es posible que no se repare en que aguando y vulgarizando la idea de patria no es como esta actúa de resorte emocional?
El patriotismo hay que afirmarlo hacia dentro tanto como hacia fuera, porque no se puede ser soberanista frente a Bruselas pero no frente a la Generalidad (¡y tampoco basta lo contrario!). En el seno de una nación no caben otras naciones, y si Cataluña lo es, entonces España no puede serlo, salvo que aspiremos a sentar plaza de cretino secundando aquello de que España es una nación de naciones.
Pues he aquí lo que demandan los tiempos: un patriotismo identitario, un patriotismo social que no vendrá, que no parece que pueda venir, hoy por hoy, de la proverbial infecundidad intelectual de ninguna derecha. Por eso, el día que Podemos tiña sus banderas rojas de gualda, el día en que a la república se le caiga la franja morada, el día en que pueda decir lo mismo (letra y música) en Madrid y en Barcelona; ese día, quizá alcance su protesta alguna verdadera eficacia y Podemos vea el amanecer de su revolución.
En cierta ocasión, durante la II república, explicó José Antonio a Fernando de los Ríos en los pasillos de las Cortes que si el socialismo fuera capaz de trasmitir una emoción verdaderamente nacional, él podría reintegrarse a sus quehaceres profesionales y abandonar la política, en lugar de andar por ahí jugándose el pellejo y, lo que era peor, exponiéndose a ser malinterpretado. La tragedia de España, barruntaba José Antonio, residía en que los socialistas se negaban a considerarse –al contrario de lo que Jaurès les había encarecido- carne de la patria misma.
No es gratuita, por cierto, la alusión al fundador de Falange, porque Pablo Iglesias ha fijado sus ojos en él. Como lo oyen. José Antonio es, con toda seguridad, el primer político español que se reclamó “ni de derechas ni de izquierdas”, es decir, que fue abanderado de eso que, de no ser anacronismo, llamaríamos transversalidad. Quizá por eso el líder de Podemos prodiga sus más recientes entusiasmos en torno a este descubrimiento. Que no es cualquier cosa andar por ahí pertrechado con retratos de José Antonio para repartir entre la parroquia.
Puede que con esto Iglesias haya pulsado una tecla decisiva. Si supera, como parece que es capaz, el doctrinarismo a la Monedero, lo mejor estará por venir. Es claro que no carece de instinto político y que dispone a su lado de una inteligencia nada menguada como la de Errejón.
La nación, aglutinante de garantías
La revuelta protagonizada en toda Europa por los perdedores en el proceso de modernización apunta a quienes lo dirigen, y a determinados grupos sociales bien caracterizados, como beneficiarios. Ese proceso ha destruido las certezas sobre las que se han venido construyendo las identidades durante siglos. Nadie puede ignorar –por muy tozudo que sea su dogmatismo– el fuerte anhelo social de proyectos colectivos, y por eso la sociedad fragmentada propia de la posmodernidad provoca una fuerte demanda de identidad. Es ya una evidencia palmaria que ni la eurocracia, ni los nebulosos proyectos supranacionales de cualquier género -ni mucho menos el libero mercato, vaya– serán capaces de colmar el anhelo del europeo de nuestro tiempo.
La cuestión es, pues, si la nación española le importa algo a Pablo Iglesias. Si habrá comprendido que solo la nación es un aglutinante de garantías frente a la amenaza globalizadora. Que ni el internacionalismo proletario, ni el cosmopolitismo burgués, ni los tópicos progresistas de ningún género son funcionalmente equiparables. Sólo la nación puede ser un eficaz mito operante frente a lo que se combate.
Pero, para eso, primero debe creer que España es una nación; lo que, precisamente, dista de tener claro.
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