Los europeos están masivamente a favor de la eutanasia. Entre ellos, los españoles, con una aprobación del 83%

A propósito de la Ley sobre la eutanasia

Defender la vida… Sí, pero ¿cuál? ¿La del cuerpo o la del espíritu?

Los más espirituales —los creyentes— son quienes adoptan una actitud más materialista ante la cuestión de la vida y de la muerte.

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A raíz de mi reciente artículo en el que abogo por la necesidad de ser a la vez conservadores y revolucionarios, mantenedores de las esencias de nuestra civilización y rompedores en busca de un mundo nuevo, un amigo que adhería a lo ahí defendido, me preguntaba: “Bien, pero ¿en qué consiste más concretamente tal cosa? ¿Podrías dar algún ejemplo de ello?”. Responderé más amplia y, sobre todo, más profundamente a ello en la continuación de dicho artículo; pero de momento, la actualidad me sonríe proporcionándome una excelente ocasión de ilustrar la cuestión.

Sorpréndanse propios y extraños, rásguense las conservadoras vestiduras, arrástreme por el lodo toda la derechona y cúbraseme del más vil de los oprobios: a reserva de examinar su articulado concreto, nada hay que objetar a la propuesta de ley socialista sobre la eutanasia, apoyada por el conjunto del rojerío y combatida por el conjunto de la derecha, salvo los restos de Ciudadanos e incluidos, ¡ay, y 52 000 veces ay!, los 52 valientes de Vox. A dicha ley sólo hay que reprocharle, por supuesto, lo taimado de una maniobra —pero en últimas forma parte de las reglas del juego— destinada a dejar en evidencia y a ridiculizar a sus oponentes políticos; una maniobra donde lo que menos importa es el sufrimiento de quienes están en irremediable trance de morir —de quienes en realidad ya están muertos.

Pocos temas hay en un país tan dividido, por lo demás, como el nuestro que reúnan un consenso tan extraordinario —una auténtica unanimidad de
facto— como sucede en el caso de la eutanasia. ¡Un 83 % de los españoles se manifiestan a favor! Sí, de acuerdo, ya sabemos que la opinión de la mayoría no expresa necesariamente lo bueno, lo bello y lo justo, sino más bien, por lo general, todo lo contrario. Pero, oiga usted, por una vez que sí lo hace…

¿Por qué entonces se deja Vox meter semejante golazo por parte de nuestros enemigos? Sólo cabe una explicación: por una cuestión de principios; porque tal es la doctrina de la Santa Madre Iglesia. Y como la dirección de Vox adhiere a tales principios, le da igual ciscarse en el 83% de los españoles, entre los cuales se encuentra necesariamente una parte significativa de sus actuales votantes y, sobre todo, una parte aún más significativa de quienes deberían ser sus próximos votantes, suponiendo que este tipo de reaccionarias reacciones (valga la redundancia) no acaben enajenándonos su apoyo.

¿Cuál vida? ¿La del cuerpo o la del alma?

Pero las anteriores son consideraciones exclusivamente coyunturales, casi de politiquería. Vayamos, pues, al meollo del asunto.

Qué cosa tan curiosa, los únicos que se oponen a la regulación de la eutanasia son los creyentes (las cifras, por lo demás, coinciden: este 17% de quienes se oponen casi se corresponde con el 20% de católicos practicantes). La paradoja, por consiguiente, es brutal. Quienes se supone que están movidos por un sentimiento profundamente espiritual de la vida —por ese “aliento del espíritu” que tanto reivindicaba yo en mi anterior artículo—, resulta que son quienes adoptan la actitud más decididamente materialista ante la cuestión de la vida y de la muerte. 

Los más espirituales —los creyentes— son quienes adoptan una actitud más materialista ante la cuestión de la vida y de la muerte

Sólo una actitud profundamente materialista permite considerar que la muerte del espíritu de alguien no acarrea la de su ser mismo, por más que las funciones materiales de su cuerpo puedan seguir manteniéndose. Sólo una actitud burdamente materialista permite considerar que es vida el conjunto de funciones orgánicas que aún laten en el cuerpo del tetrapléjico, por ejemplo, que postrado en una cama no habla, no se mueve, no reacciona en modo alguno. O que es vida la existencia vegetativa del enfermo aquejado de Alzheimer o de grave demencia senil cuyo espíritu está simplemente ido, desaparecido, muerto.

¿Y si el milagro —replicaréis, amigos— un día acaso se produjera? ¿Y si el tetrapléjico se pusiera un día milagrosamente a reaccionar? ¿Y si se descubriera de repente un medicamente milagro que curara el Alzheimer o acabara con la demencia senil?

La respuesta a la posibilidad milagrosa es clara. ¿Y si, estando en pleno uso de mis facultades mentales, yo he renunciado de antemano a tan remota posibilidad, estableciendo por escrito mi firme voluntad de no permitir que, llegado el caso, se insulte a la vida manteniendo la existencia vegetativa de un cuerpo del que ha desaparecido el espíritu?

Se argüirá tal vez que me facilito la argumentación invocando casos extremos de muerte espiritual. Pero aparte de que en todos estos casos
—piénsese en el de Ramón Sampedro y de tantos otros— quienes se oponen a la eutanasia mantienen su misma oposición, la gravedad de la enfermedad sobre cuya base es admisible o no la eutanasia está, por lo que he podido leer, claramente establecida en el proyecto de ley presentado hoy a las Cortes. Y, en cualquier caso, ¿quién sino el propio interesado puede decidir si su caso es o no de suficiente gravedad?

Además, de lo que aquí estamos hablando es tan sólo del principio general de la eutanasia; no de toda la casuística relacionada con su aplicación y con las garantías que debe absolutamente conllevar. Entre las mismas, me parece obvio garantizar que nada se pueda hacer sin contar con el consentimiento previo y escrito del interesado (el denominado Testamento Vital) otorgado en pleno uso de sus facultades. Huelga decir que si, en general, la casuística relacionada con la aplicación de un principio general reviste suma importancia, en este caso dicha importancia es decisiva. Y a discutirla, y a establecer cortapisas y garantías, es a lo que debería dedicarse Vox en las Cortes. Pero a partir del momento en que se opone en bloque al principio general…

Una última consideración: el temor a los abusos que se puedan derivar. Sí, por supuesto, podría haber un médico demente —asesino, más exacta-mente— que se aprovechara de la ley para infringirla y matar a sus pacientes. Para ello, sin embargo, no hace falta la aprobación de ninguna nueva ley: cualquier médico dispone, si quisiera, de medios suficientes para matar a sus pacientes sin necesidad de eutanasia alguna.

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