4. Progresismo y cultura de masa
“La sociedad de masas (…) no quiere cultura, sino ocio (entertainement). El resultado no es una cultura de masa (…) sino un ocio de masas, que se alimenta de los objetos culturales del mundo (…). La actitud del consumo implica la ruina de todo lo que toca.”
HANNA ARENDT,
Between past and future.
“Lejos de asistir a la democratización de la cultura, parece que somos más bien los testigos de su asimilación total a las exigencias del Mercado.”
CHRISTOPHER LASCH,
Mass Culture Reconsidered
La tiranía más efectiva no es la que mantiene el control a través de la coerción, sino la que inocula en la mente de los súbditos el amor por la misma, junto con la idea de que no hay un exterior al sistema. Ésta es la gran lección de Orwell en “1984”, una lección en base a la cual cabe afirmar que la fabricación de consenso social a través de la cultura de masa generada por el hiper-capitalismo no deja de tener ribetes orwellianos. La denuncia de esta cultura de masa, esto es, de la “nueva barbarie” generada en un proceso de embrutecimiento cultural a escala industrial, cuenta ya con una abundante literatura a ambos lados del Atlántico. Una literatura crítica que, en gran parte, procede de autores que todavía se reclaman de una izquierda anclada en el viejo sueño humanista e ilustrado, o de aquél socialismo cuyo ideal de emancipación no se limitaba a la mera redistribución de las riquezas, sino también a la del conocimiento y la cultura.
En todo ello se advierte la impronta pionera de Christopher Lasch y de su disección de la Cultura del narcisismo, enfoque que estos autores desarrollan para integrar nuevos análisis sobre la globalización, la sociedad del hiper-consumo y la cultura de la post-modernidad.
¿Qué es la posmodernidad? La definición más sintética, y que a su vez nos permite sortear un debate interminable, es la que identifica la post-modernidad con el fin de las metanarrativas o “grandes relatos”: aquéllos que ofrecían una interpretación integrada y coherente de la realidad, y consecuentemente pautaban la actitud de los hombres frente a la misma. Reducidos a escombros los discursos grandilocuentes y mesiánicos —religiones, patriotismo, marxismo— el hombre posmoderno, a solas consigo mismo, navega entre los fragmentos de una maraña infinita de pequeños relatos, que conforman el tejido de su vida cotidiana. En una interpretación optimista, los hombres se encuentran, por primera vez en su historia, ante la oportunidad de acceder a su realización personal en un contexto plenamente pluralista. Pero existen otras lecturas de la condición posmoderna.
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Para el filósofo francés Dany-Robert Dufour, la idea de que el sujeto individual haya podido salir indemne de esa debacle de los “grandes significantes” constituye la mayor patraña de los filósofos posmodernistas. Según Dufour, lo que la post-modernidad ha operado ante nuestros ojos es, únicamente, una
sustitución de metanarrativas: aquellas que reposaban sobre visiones trascendentes, han dejado paso al
relato fundador del pensamiento liberal. Y éste reposa sobre un credo: “liberadme de todo lo que me aliena (las instituciones, la cultura, la civilización, la lengua, los significantes, la paternidad, el saber, los poderes etc etc) y ya veréis lo que vais a ver”.
[2] En este sentido, el adjetivo “liberal” designa la condición del hombre “liberado” de toda vinculación a los valores.Y es precisamente aquí donde se revela, en todo su esplendor, el papel desempeñado por la izquierda. Las cruzadas a favor de la liberación de las “prisiones” institucionales —en la línea de Foucault y demás teóricos de la izquierda libertaria— sólo han contribuido a despejar el camino del capitalismo, al desacreditar todo aquello que, por derivar de una dimensión trascendente —valores morales, culturales, religiosos— no tiene una conversión directa en forma de mercancías o servicios.
En realidad, el régimen de capitalismo absoluto sólo puede erigirse sobre un proceso de des-simbolización total de la sociedad. Éste es un concepto clave para comprender la esencia del nuevo espíritu del capitalismo. Dany-Robert Dufour define la des-simbolización como el proceso tendente a eliminar de los intercambios sociales todo aquello que los excede y los fundamenta. Es decir,
aquellas reglas que a su vez reenvían a los “valores” que normalmente emanan de una cultura: principios morales, cánones estéticos o modelos de virtud.
[3] Un símbolo es un mediador entre lo visible y lo invisible. Y tiene siempre un carácter instituyente: conforma un cosmos a partir de un caos. El símbolo es forma, orden y jerarquía. Como realidad cultural, el símbolo reposa en gran medida sobre lo arbitrario, y en consecuencia sobre la violencia: la
violencia simbólica. Una violencia necesaria, puesto que de lo que se trata es de someter a los hombres a la ley de la humanidad, esto es, a la cultura.
Sin embargo, la post-modernidad es la era del movimiento, de lo precario, de lo fluido. Según el término acuñado por su más emblemático sociólogo, Zygmunt Baumann, la post-modernidad es “líquida”, en contraposición a la “solidez” de los tiempos modernos. Es el imperio de lo efímero, un imperio en el que no hay lugar para la forma, el orden ni la jerarquía. Se trata de una sociedad atomizada, de “partículas elementales” sin lealtades ni vínculos permanentes, de individuos cuya banalidad existencial se canaliza a través del consumo compulsivo. En este escenario, está claro que nada puede quedar a salvo del
merchandising.
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El objetivo a abatir son por lo tanto todos aquellos referentes culturales e identitarios que, por derivar de un universo de valores ajenos al Mercado, serían susceptibles de presentar resistencia a las embestidas publicitarias. La cultura del “68” puso de moda el término “desmitificación”, que va a la par con los de des-institucionalización y desregulación (concepto neoliberal donde los haya). Se trata, en palabras de Jean-Claude Michéa, del “desmontaje de todas las construcciones normativas construidas en referencia explícita a una “ley simbólica”, en provecho de los dispositivos “axiológicamente neutros” del Mercado y del Derecho”.
[5] El programa liberal-libertario se resume en la destrucción sistemática de las que Foucault calificaba como “sociedades disciplinarias”. Y ello, para dejar paso a la cultura de masas del capitalismo total: una “cultura” a-histórica y desarraigada, fluida y perecedera. Es la cultura de la fusión y la transparencia, del reciclaje y del “collage”. Una cultura “liberada” del peso simbólico de la identidad. Un programa en el que el neoliberalismo y la nueva izquierda coinciden plenamente: la des-simbolización mercantilista del mundo.
El objetivo de ese proceso de des-simbolización es la creación de un individuo “flotante”, maleable y a-crítico. La pérdida de todos los puntos de referencia que confieren un sentido a la vida resulta así en un individuo completamente abierto a todos los estímulos del Mercado: el perfecto consumidor. Pero el advenimiento de este sujeto posmoderno no es el resultado de un fenómeno espontáneo, sino de su fabricación en serie por el sistema. Y ello a través de dos de sus instituciones mayores: la escuela y la televisión.
En ningún otro ámbito ha sido más evidente el papel de la izquierda como palafrenero del capitalismo que en la conversión de la escuela en una gigantesca guardería para los ejércitos de reserva de consumidores. Y ello, al tiempo que lo más granado del sistema educativo se orienta a la fabricación de soldados para las guerras económicas del futuro, al dictado de los requerimientos del Capital. Un resultado final que, paradójicamente, no puede ser más anti-igualitario. La acción de la izquierda sobre la educación ha sido especialmente funesta, debido, en primer término, a la traslación de las teorías libertarias del movimiento post-sesentayocho a una “nueva pedagogía” cuya aplicación ha tenido resultados desoladores. Esta nueva pedagogía (originada en la estela del movimiento contracultural en el otro lado del Atlántico) recibió en Europa el aporte y el empaque teóricos de los grandes gurús de la izquierda libertaria (Foucault, Deleuze, Bordieu), en una perspectiva “antiautoritaria” que partía de la fórmula que identificaba la escuela con la prisión. Desde este enfoque “liberador”, pueden explicarse los desvaríos de la institución educativa a lo largo de las cuatro últimas décadas: un período en el que unos poderes públicos culturalmente de izquierdas han puesto en marcha un sistema en el que la pérdida de la disciplina corre pareja a la pérdida de la educación. Lo sucedido en la institución educativa es un ejemplo “de manual” sobre la capacidad del neoliberalismo para integrar en su provecho los esquemas libertarios de los años 60. Lo que se ha operado es la sustitución del modelo secular europeo-occidental de educación, basado en la distancia generacional, en la disciplina y en el esfuerzo, por un modelo ultraliberal que ha extendido la “democracia” a la escuela.
En el mundo post-moderno, el esfuerzo y el mérito personales se ven desincentivados, para evitar “traumas”. El alumno no debe tanto
superarse como
distraerse. La autoridad del profesor deja paso a la “participación” del alumno. La transmisión del saber cede ante la “comunicación”, según el modelo del “
talk show” televisivo. Un enfoque “interactivo”, acorde con el dogma de la “autonomía del niño”, que destruye la relación profesor-alumno y que explica, entre otras cosas, la creciente violencia en la Escuela.
[6] En realidad, ya no se trata tanto de alumnos como de “jóvenes”. La ausencia de la formación del carácter y de valores comunitarios se suplirá —eso sí— por la moralina del sistema: la
educación para la ciudadanía. Un “caldo conceptual —en palabras de J- C Michéa— tanto más fácil de extender en cuanto no hará, en suma, más que redoblar el discurso dominante de los medias y del
show-biz”. Está claro que, para el consumidor-modelo del futuro, lo cretino no quita lo políticamente correcto.
Lo que en el fondo está en juego es la capacidad de elaboración de un discurso crítico, una capacidad que necesariamente debe apoyarse sobre puntos de referencia
trascendentes: aquellos que trascienden las pulsiones inmediatas del sujeto, y cuya posesión marca la transición de la infancia a la madurez. Pero está visto que el capitalismo nos infantiliza. Y el mercado nos proporciona los
kits adecuados para satisfacer nuestras pulsiones infantiles. La des-simbolización y la pérdida de sentido aplicada a la Escuela han resultado en lo que J-C Michea denomina “la Escuela del Capitalismo total”: una fábrica de analfabetos funcionales y de descerebrados consumidores de “marcas”. Quince siglos de tradición educativa en occidente arrojados por la borda, a la mayor gloria del deconstructivismo pedagógico de la neoburguesía “progre”.
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Al lado de la escuela, hemos mencionado a la televisión como otro instrumento privilegiado de lobotomización al servicio del sistema. A través del audiovisual, el Mercado sustituye a las familias como medio de transmisión cultural. Para pasar el mensaje de la cultura de masas del capitalismo, lógicamente.
La cultura de masas del capitalismo. Para definirla, nada mejor que recurrir a un término generado en el seno de su propia clase dirigente: el
tittytainement. Éste término —que ha sido traducido al español como “entetanimiento”— fue acuñado por Zbigniew Brzezinski en una reunión de líderes políticos y económicos mantenida en San Francisco en 1995. Sirve para designar a un “cocktail” de entretenimiento vulgar y embrutecedor, de bazofia intelectual, de propaganda y de elementos psicológicamente nutritivos que se suministra a la población frustrada del planeta, para mantenerla sumisa y de buen humor. La mencionada reunión en San Francisco asumió un presupuesto de trabajo tan cínico como franco: en el siglo venidero, el 20% de la población total del planeta bastará para mantener todala actividad de la economía mundial. ¿Cómo asegurar la gobernabilidad del 80% económicamente superfluo? La propuesta que se impuso como más razonable al término del debate fue la proporcionada por Brzezinski:
tittytainement.
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Este dato ofrece más de una pista sobre el porqué del flujo ininterrumpido de basura que mana de los televisores (flujo multiplicado hasta el infinito a partir de la relegación de las cadenas públicas por las privadas) y sobre el carácter ramplón y deleznable de buena parte de los productos de la cultura de masas y de la sociedad del espectáculo. Y permite también poner en su contexto otros fenómenos asociados, tales como la creciente combinación de altos niveles de renta per capita con un descenso general de la educación y de las formas tradicionales de cortesía, o el descenso de la capacidad expresiva y empobrecimiento linguístico de amplios sectores de la población.
Nada más lejos del espíritu del sistema que una mirada condescendiente sobre los productos degenerados del “entetanimiento”. Ello revelaría una actitud elitista, un crimen contra la corrección política. El liberalismo libertario, al igual que en la escuela, aplica la lógica “democrática” a la cultura, con la consiguiente evacuación de todo ideal de excelencia. Desde el
graffiti urbano hasta las catedrales góticas, hoy en día todo es cultura. Se trata de algo sobre lo que ya alertó en su día Hanna Arendt, y que Dany-Robert Dufour denuncia como la solución para enmascarar la desaparición de la cultura: el llamar “cultura” a todo lo que no lo es. La cultura se reduce a cuestión de
marketing y envoltorio,
performance y espectáculo. “Atomizada, pulverizada, reventada, explosionada, la cultura no deja de llover en forma de cotillones y confetis”.
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El espectáculo. La era del capitalismo global como “sociedad del espectáculo” fue diseccionada ya hace décadas por el escritor y agitador intelectual Guy Debord. En la formulación del padre del “situacionismo” francés, espectáculo es “el Capital a un grado tal de acumulación que deviene imagen”. Es por ello lógico —señala Jean-Claude Michea— que “los profesionales del espectáculo y de la comunicación sean los mejor situados para diseminar el imaginario del sistema entre la totalidad del cuerpo social”. No es extraño que hasta las más insignificantes
vedettes mediáticas pasen automáticamente a oficiar como “intelectuales”, y que los “actores, artistas e intelectuales” se sitúen
indefectible e invariablemente, en cualquier momento y lugar, en la vanguardia de las causas más “progresistas” de la “izquierda divina”. Así, el reciclaje de la mitología romántica del artista rebelde permite a los artistas oficiales del
showbiz “encontrarse en la escena de todos los combates en los que está en juego la defensa del orden económico y cultural que asegura su rentable celebridad.”
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Lo que ocurre es que la mayoría de esas causas progresistas coinciden en promover un tipo humano buenista, pero ajeno a toda verdadera función crítica. Un individuo nihilista, de identidad flotante y maleable, abierto a toda novedad y a todo progreso, con un cerebro listo para ser rellenado por la kaka de luxe del sistema. Un tipo “liberado” de dogmas y prejuicios, si bien encerrado en la cárcel del pequeño ego mezquino de sus compulsiones. Vivir y pensar como cerdos. ¿Quién está en la vanguardia de esa “liberación”?. La “izquierda progresista”, esa cumplida majorettedel “entetanimiento”.