La jerarquía
Gonzalo Esteban
09 de mayo de 2012
Hay una serie de conceptos contra los cuales la izquierda española y, por ende, europea emplean toda su artillería intelectual y mediática, no con el objetivo de someterlos a un examen crítico, sino simplemente de eliminarlos de toda reflexión y debate público. Son conceptos que no deben “pensarse”.
Todo aquel que se acerque a ellos corre el riesgo se ser señalado por el dedo acusador de los guardianes de lo “políticamente correcto”. Será expulsado del paraíso igualitario” y condenado a formar parte de las “huestes luciferinas”, estigmatizado como reaccionario o, peor aún, como fascista. Se verá empujado al ostracismo más miserable sin posibilidad alguna de redención.
Pese a ello, conceptos como identidad, tradición, comunidad o espíritu forman parte del bagaje cultural e ideológico de algunos hombres valientes. Hombres para los cuales el “mito sobrehumanista locchiano”, con su defensa de la jerarquía y del espíritu aristocrático no son palabras hueras ni vacías.
La jerarquía, último valladar, sin duda, contra la barbarie. Antídoto a la doctrina igualitaria —tan inane como hipócrita, pues la desigualdad real es cada vez mayor— que pretende convertir a los hombres en una masa informe y narcotizada de ciudadanos-esclavos (pero “esclavos felices”, como dice Portella).
En palabras de Nietzsche: “la jerarquía lo único que hace es formular la ley suprema de la vida misma, la separación de los tres tipos (los preponderantemente espirituales, los preponderantemente fuertes de músculos y temperamento y, por último, los que no destacan ni en una cosa ni en otra, los mediocres) es necesaria para la conservación de la sociedad, para hacer posibles a los tipos superiores y supremos”.
Contrariamente a lo defendido por las doctrinas marxistas, esta “ley jerárquica” no tendría como consecuencia inmediata la “lucha de clases”, sino una “armonía” social en la que cada hombre supiese a ciencia cierta el lugar que debe ocupar.
Lejos de cualquier determinismo, ningún fatum, ninguna divinidad determina el encuadramiento del hombre en uno de los tres tipos señalados más arriba. Al contrario, es nuestro espíritu y, sobre todo, nuestra voluntad la que decide la pertenencia a cada uno de ellos.
En nuestras manos queda engrosar las filas, ya numerosas, de los mediocres o, parafraseando a Julius Evola, “revolviéndonos contra el mundo moderno” acceder al grupo de los elegidos.
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