Y de pronto, ciertas veces —días señalados del año—, sucede el milagro, ocurre el prodigio, y la calle se transfigura, vibra, revienta de emoción. Por la vulgar vía de paso transita ahora algo totalmente distinto.
Y de pronto, ciertas veces —días señalados del año—, sucede el milagro, ocurre el prodigio, y la calle —la habitual calle de cada día, la calle llena de sus tráfagos triviales y grises— se transfigura, vibra, revienta de emoción. Por la vulgar vía de paso transita ahora algo totalmente distinto: voces, músicas, luces, fastos…: los de una especie de templo, o los de un gigantesco teatro. Los de algo, mejor dicho, que se parece a un templo o a un teatro, pues queda parcialmente difuminada la barrera que en el teatro separa a los actores del público, o que en el templo distingue a los celebrantes de unos participantes que, aquí, tienden a confundirse con los actores. Aquí: en estos momentos en que, en las calles de Andalucía, todo un pueblo se lanza a la calle dispuesto a celebrar algo en lo que le va manifiestamente el alma.
Qué extraño resulta este volcarse colectivamente el alma. Qué sorprendente es tener que hablar de pueblo y no de público; de rito y no de espectáculo. Qué insólito también el lugar: ese asfalto cuyos desvanecidos coches parecen ahora haber sido soñados en una lejana pesadilla; o esas fachadas cuyos rótulos y carteles, publicitando mil productos y engaños, se convierten de pronto en el más incongruente de los anacronismos. Todo ello es asombroso, pero aún más lo que de tal modo se juega. Porque lo que se juega, lo que se celebra a lo largo de las siete jornadas de una semana denominada santa, queriendo decir sagrada, es nada menos que una antigua historia de Vírgenes y Cristos, creencias y religión: algo que, fuera de tales días (o de algunos otros igualmente señalados), ha dejado de impregnar tanto las calles de la ciudad como el espíritu de la mayoría de sus habitantes.
¿Por qué estos días se agolpan con semejante fervor las gentes andaluzas en la calle? ¿Por qué se echan a la calle gentes cuyos valores han dejado de estar marcados por el aliento de lo sagrado? ¿Por qué gentes en cuya vida no late ni pasado ni tradición se apiñan de pronto en torno a algo que rezuma por todas partes memoria y tradición? ¿Por qué parecen como reconocerse y afirmarse todos al paso de sus Cristos, Vírgenes y Santos? ¿Por qué, así conjuntados, los individuos dejan de ser átomos, y las muchedumbres, masas? ¿Por qué se convierten todos en pueblo? ¿Por qué suceden tales cosas ciertos días: los de la Semana Santa y los de tantas otras fiestas, procesiones, romerías…?
¿Cómo explicar semejante poderío de lo tradicional, lo comunitario y lo sagrado en una sociedad que se halla tan sumida en lo presente, lo masivo y lo prosaico de cualquier sociedad de hoy? ¿Son sólo los restos, los estertores finales de una religión socialmente extinguida?
Todo depende de lo que se entienda por religión. Si lo religioso se comprende en su sentido canónico o institucional, sólo de restos, en efecto, cabe hablar. Pero tal vez es otra cosa lo que palpita esos días a través del fervor de todo un pueblo. Tal vez esas imágenes de Vírgenes y Cristos sean precisamente eso: imágenes, símbolos —y símbolos esplendorosos, henchidos de alta significación. Tal vez sea que a través de ellos se está manifestando algo que va mucho más allá de lo que, de manera estrecha, seguimos entendiendo por religión. Tal vez sea que semejantes imágenes, fiestas y rituales significan algo decisivo; tal vez sea que a través de ellas se está proclamando oscuramente (como se proclaman siempre tales cosas) que ni la vida ni los hombres son lo que nuestro mundo pretende que sea: una ávida máquina de producir y consumir. Tal vez sea que en todo ello palpita como una luz: la que, ciertos días al menos, lleva a los hombres a lanzarse más allá, a buscar otra cosa, un aliento, un fulgor…, algo que dé sentido, imprima grandeza a la vida y a la muerte, al penar y al gozar.
Y se lanzan las gentes a la calle
Por ello, sin duda, cuando llegan tales días, las gentes de Andalucía se lanzan a la calle endomingadas y gozosas. Más que endomingadas: revistiendo las ropas de las grandes ocasiones, aquellas que, entre bolas de naftalina y pliegues de almidón, aguardan en arcones y armarios la llegada del día de fiesta. Pero ¿se lanzan realmente gozosas esas gentes? ¿Es de verdad gozo lo que brilla en los ojos de la multitud que inunda las calles desde el Domingo de Ramos al de Resurrección? Lo es, sin duda, salvo que nada tiene que ver con la bobalicona felicidad que parece haberse convertido en el santo y seña de nuestros días. El gozo del que aquí se trata es todo lo contrario de una placidez. Es como una dicha intensa, tanto más honda cuanto que anida en ella una emoción sobrecogedora y un destello como de ansiedad.
Y así, entre dichas y ansias, va la gente tales días. Unos, de pie en las aceras; otros, rompiendo filas, metiéndose en la convulsa «bulla» que atraviesa la procesión, mientras se alumbra en el rostro de todos el sello de un momento excepcional, ése en el que, entrecruzándose las miradas, todos, sin necesidad de hablar, se dicen: «Henos aquí de nuevo, como cada año, así somos y aquí estamos».
Ello no se expresa sólo en las miradas. Se manifiesta también en el aire, en esa atmósfera como electrizada que lo envuelve y galvaniza todo. Pero ¿cómo explicarlo?… ¿Cómo hacer sentir a quien no la ha palpado esa luz preñada de inminencia, cargada de la certeza de que aquí está a punto de ocurrir algo absolutamente decisivo, algo totalmente excepcional? Como si se fuera a detener el tiempo. Como se detiene, por ejemplo, en esas horas abotargadas de la tarde del Jueves Santo, cuando empieza a pararse el pulso de la ciudad que aguarda impaciente la llegada, como todos los años, de la madrugá sevillana (y los ejemplos se podrían multiplicar a toda Andalucía) durante la cual saldrán la Macarena, y Jesús del Gran Poder, y la Esperanza trianera, y se suspenderá el tiempo que pasa, y se instaurará el tiempo que, inmovilizado, todo lo galvaniza.
No sólo en Semana Santa
No sólo en Semana Santa se inmoviliza el tiempo. Algo parecido ocurre en otras ocasiones, en otras fiestas, sacras o profanas. No sólo en las innumerables procesiones, romerías y fiestas —desde el multitudinario Rocío de Huelva hasta las jubilosas Ferias de todas partes— que van desgranándose a lo largo del calendario andaluz.
También se produce parecida densidad cuando, movidos todos como por un resorte, nos alzamos en la plaza y, ronca la garganta de olés, nos quedamos como suspendidos durante el tiempo que dura la faena del torero que, embebiendo en apolíneos vuelos la dionisiaca fuerza de la sangre, mira cara a cara la muerte —la muerte, como dice Félix Grande, «transformada en arte».
Algo semejante ocurre cuando se derraman los sones negros de un cante: los que laten, decía García Lorca, «en las últimas habitaciones de la sangre»; los que estallan, por ejemplo, en una de esas seguiriyas en las que se alza, sobrecogedor y majestuoso, el «dionisíaco grito degollado» de que hablaba el mismo García Lorca; el grito a través del cual todo un pueblo, convocado por ese canto que es el flamenco, grita y celebra su desconsuelo y su júbilo ante la embriagadora herida de existir.
La embriagadora herida de existir… De esto, en efecto, se trata, y no de un espectáculo, no de una diversión. Ni el flamenco ni ninguno de los otros ritos o fiestas de los que aquí hablamos tienen nada que ver con los espectáculos o entretenimientos que la cultura de masas califica de «ocio». Nada tienen que ver tales ritos con un ocioso pasatiempo. No tienen nada que ver con un pasatiempo, pero sí, y mucho, con el tiempo y su pasar. A lo que aquí se viene no es a «matar el tiempo», sino a revivirlo, a celebrarlo. Es el tiempo, en el fondo, lo que se celebra: el pasar y mantenerse el tiempo que, revivido a través de la memoria y la tradición, nos aleja de la muerte —de la que mata definitivamente: la de la insignificancia, el individualismo gregario y el olvido.
El tiempo así revivido no es, no puede ser el tiempo individual. No puede ser el tiempo de ese individuo-masa que desiste de perdurar en memoria alguna. El tiempo que, perdurando, derrota a la muerte no es el tiempo del individuo moderno, del hombre-masa: es el tiempo del hombre que se afirma inserto en el seno de una comunidad.
Cuando la persistencia, el tiempo y la comunidad se afirman, la belleza lo hace a su vez. Ninguno de los ritos que contemplamos sería tal si la belleza no desplegara en ellos su embrujo y su duende, como se dice con andaluza gracia. La belleza… ¿Estamos, pues, ante una exquisita expresión estética? No, desde luego. Basta pronunciar la palabra «estética», basta pensar en lo que se entiende este placer desapasionado —«desinteresado», pretendía Kant—, para sentir hasta qué punto nada tiene que ver la estética con el «grito degollado» que resuena en el cante jondo, o con la convulsión dionisíaca que nos conmueve en la fiesta de los toros, o con el fervor que se hace carne en la calle al paso de las diosas y dioses.
Decididamente, nada es lo que parece ser. La belleza que se despliega en las celebraciones y ritos andaluces no tiene nada que ver con la estética contemplación de un objeto por parte de un impávido espectador. Tampoco el tiempo que vuelve tradicionalmente cada año, tampoco el tiempo que rememora antiquísimas tradiciones y costumbres, tiene nada que ver con el rectilíneo tiempo de los modernos: ese tiempo que aboliendo el pasado, matando una segunda vez a los muertos, se tiende como una flecha hacia el futuro. Ni siquiera las muchedumbres son lo que parecen ser. Son masas de gente, por supuesto. Pero esos hombres y mujeres que se apiñan multitudinaria y fervorosamente en calles y plazas dejan un instante de ser expresión del hombre-masa para pasar a serlo del hombre cabal, del hombre-persona integrado en una comunidad.
¿Y qué decir del fervor vertido ante unas Vírgenes sensualmente hermosas y desgarradamente dolientes, ante unos Cristos ensangrentadamente desnudos, ante unos Santos que a lo largo de su existencia nunca dejaron de ser hombres de carne y pasión? Poco tiene que ver el fervor que, transido de sensualidad, se expresa en procesiones y romerías con los dogmas y la moral de un cristianismo cuyo Dios habita en un descarnado «Más Allá». En cierta forma, hasta se podría decir que ese fervor colectivo rompe con la religión establecida, pero de forma totalmente distinta de como lo hace una modernidad que sólo ve en lo sagrado, lo inefable y misterioso hueras palabras, vana superstición, total sinsentido.
Decididamente, nada es lo que a nuestros ojos modernos parece ser. Tal vez sea que lo que ahí se juega es, en el fondo, como la negación misma de la modernidad. Tal vez sea que lo que ahí se busca es algo como una luz, una plenitud… que sólo dura, es cierto, el tiempo de unos días de excepción. Después, todo vuelve —tranquilícense todos— a la más estricta, despiadada normalidad. Desaparecido «el humo de los altares» —aquel humo que molestaba al gran don Antonio Machado—; desaparecido el humo que, ciertos días de excepción, se desplaza de los altares cristianos a la calle pagana, el único que se alza entonces es el humo de las fábricas.