Mentiras y virus. O la muerte de la democracia

La democracia en España toca a su fin, al menos tal y como la conocemos. Una democracia no puede ser lo que es si no la respaldan ciudadanos ejemplares.

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El tiempo que importa es el arquetípico, el que condensa los instantes separados en uno, uno que recoge la contradicción entre lo histórico y lo eterno, uno que siempre se recrea, como un poema. Caos, orden y de nuevo el caos. Tesis, antítesis, síntesis. Esa es la esencia del poema, ese es el movimiento sinfónico que capta en un sonido, mágico y terrible al tiempo, la esencia de la poesía universal. Por eso no debería sorprender a nadie que en el Kali yuga, nuestra era, la del dado perdedor, la de la disputa, enfrentemos una crisis. La Tierra nos ha traído un virus. Se desvela y se rebela. Nos mira de forma reprobatoria y nos espeta que está harta, harta de tanta hybris, de tanto desenfreno, harta de que algunos no ocupen el espacio que como individuos se les reserva. El mundo se reseca, se marchita, vuela arrastrado por un ciclón. El buenismo solo puede disfrazar la realidad, no puede más que mentir.

Pero el mejor espejo desde el que columbrar los motivos de hastío del planeta es la política. No impresiona que sea una disputa de poder. El acuerdo no ilumina la política. La política es oscura, es discordia. Y esta crisis nos lo ha demostrado de forma nítida, transparente, siempre que miremos a través de un buen microscopio y abandonemos el buenismo. Se requiere la colaboración ciudadana, no su estulticia.

Lucha de poder, sí. Pero, sin embargo, no todo vale. No solo en la calidad de los soldados de su ejército se mide la salud de una nación, como pensaba Ortega. También se mide en la de sus políticos, los mismos que nos demuestran a diario, con fuerzas renovadas desde que sobrevino la crisis sanitaria, su necedad, su hipocresía, su falsedad, su amor desmesurado al poder a cualquier precio, como mercenarios de la peor especie.

La democracia en España toca a su fin, al menos tal y como la conocemos. Una democracia no puede ser lo que es si no la respaldan ciudadanos ejemplares. La vemos dar sus últimos coletazos, en sus últimos estertores.

Lejos queda ya la Atenas de Pericles, la Atenas de Solón. Allí era imprescindible no solo ser demócrata, sino aristócrata

Lejos queda ya la Atenas de Pericles, la Atenas de Solón. Allí era imprescindible no solo ser demócrata, sino aristócrata. Hoy no. La democracia ha fracasado. Solo queda darle el pésame. Predicaba la libertad y nos ha encarcelado. No apela a la responsabilidad individual ni a la ejemplaridad pública de la que habla Javier Gomá. Nos han confinado a golpe de decreto, a golpe de amenaza. Otra vez nos topamos con el uso totalitario del derecho. No nos creen capaces de quedarnos en casa por voluntad propia, así que como un padre regañando a su pequeño, lo hacen por nuestro bien y olvidan que la libertad es indivisible. Quizá la democracia no admita bajo su falda ningún ideal excelso, pero ¿no habíamos quedado en que los ideales democráticos eran posibles gracias a unos ciudadanos autónomos y responsables?

Nuestros gobernantes pugnan por mantenerse en el poder, sin que importe tener que hacerse concesiones el uno al otro de cuando en cuando, como un matrimonio mal avenido firmando un divorcio de mutuo acuerdo. Los niños vivirán contigo, venderemos el piso y la mitad para cada uno. Son una desmañada imitación del buldero del cuento de Chaucer, que igual de codicioso, pero más inteligente, miró a los ojos a un grupo de peregrinos en su mayoría devotos y les dijo: «puedo ser todo lo vicioso que queráis. Sin embargo, soy también muy capaz de relataros algo moral al estilo de lo que predico para sacar dinero».

Pero no. No todo vale, aunque les pese. No vale que se nos oculte información en favor de una realidad edulcorada, como si fuéramos niños incapaces de soportar lo adverso. No vale que nos invadan con la televisión todos los días y hablen de mentiras como la de la renta mínima para que no retiremos el velo de maya que mostraría que son unos incompetentes que no hicieron caso, que no evitaron el desastre cuando aún se podía, como hicieron en Corea del Sur, nada menos. Y desde luego que no vale sacar tajada de la desgracia, o al menos no vale sacarla con el aplomo deshonroso del que sabe que falla y no le duelen prendas en reconocerlo. Y tampoco valen los vetos a ciertas inversiones ni los intervencionismos a las empresas en lugar de anularles el pago de impuestos para que miles de personas no acaben pidiendo limosna. Por supuesto, ahí estarán los socialistas cada vez más comunistas que nos gobiernan, prestos a convertirnos a todos en su obra de caridad, mientras nos dirigen, lentos, sigilosos pero seguros a un gobierno al más puro estilo chavista, con su intervencionismo, sus expropiaciones, con sus censuras. Habrá otra crisis económica, porque una vez más, como diría Antonio Escohotado, se olvida que el concepto de plusvalía es un invento del comunismo más abominable. Y una vez más, el caos, los deshonores y las mentiras traerán un desastre y como suele ocurrirles a los niños cogidos en falta, todo el mundo responderá: «yo no he sido».

 Con todo, ¿a qué ese gesto de sorpresa? La humanidad ya ha vivido otros caos, otros órdenes. Eso es la historia. Y lo será cuando los médicos acaben con la pandemia, cuando Casado sustituya a Sánchez y tenga que rellenar las arcas que su antecesor habrá vaciado. Mientras, podemos entretener la imaginación, observarla en su ascenso, mientras profetiza, mientras se pregunta y nos pregunta cómo será la próxima edad de oro. Vishnú nos anuncia la noche de Brahma, el interludio entre un ciclo y otro, su vasto sueño. Narra el mito hindú que al fin de las cuatro eras de un ciclo cósmico, todo lo viviente se eleva en gigantesca conflagración para hundirse, hecho cenizas, en el océano cósmico. El Kali yuga es la última era de un ciclo. El nuevo comenzará con un nuevo renacimiento, con el despertar de Vishnú, que creará un loto de mil pétalos, en el que Brahma, el creador, se sentará y dará comienzo a otro majestuoso ciclo, a la dulce aurora universal. ¿Lo haremos mejor entonces, educaremos la mente y el corazón, volverán a gobernarnos los aristoi, los mejores? Ojalá. El subjuntivo es el modo que ahora nos define, el tiempo del deseo, de la incertidumbre, del caos genesiaco. Ojalá podamos al menos vislumbrar el amanecer un nuevo tiempo.

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