¿Son nuestros políticos verdaderos representantes populares? ¿Son elegidos de entre el pueblo y por el pueblo para regir los asuntos públicos en pro del bien común? En teoría sí. Pero luego, en la práctica, sabemos que no es exactamente así. En su mayoría los políticos y los que anhelan serlo, son individuos filtrados por los aparatos de los partidos y que se organizan para disfrutar del poder en beneficio propio.
Un político expone una idea, y su oponente le lanza un ataque directo: “Yo no sé si don Fulano de Tal es el más indicado para cuidar de nuestro dinero, pues no son ningún secreto sus problemas con…”.
Arrancar una sonrisa fácil suele dar buen resultado. “Hombre, no es usted el más indicado precisamente para darnos lecciones de unidad…”
Si alguien dice que votar a la derecha produce cáncer, pocos se inquietarán por tal majadería. Pero si lo dice el profesor X de la Universidad de Harvard, a más de uno le quitará el sueño. Expertos y títulos imponen mucho a los españoles.
Referirse a la mayoría hace más fácil atraer a la masa: “En Estados Unidos lo hacen así. ¿Vamos nosotros a ser menos?”
Los profesionales de la política son verdaderos especialistas en sacar datos fuera de contexto, en manipular la realidad y amoldarla a sus intereses.
“En el referéndum de 2005 un 76% de españoles votó a favor de la Constitución Europea.” Sólo un 43% fue a votar aquel día, lo que no impidió que una gran derrota fuera disfrazada de victoria aplastante: el 17,24% votó en contra, el 57% de electores no fueron a votar y el 6% votó en blanco: la suma de éstos superó en mucho a los partidarios del Sí.
Son verdaderos alquimistas de la palabra, expertos en manipular sentimientos a través del lenguaje. Pueden convertir antónimos en sinónimos: “Terrorista” puede transformarse en “resistente”, en “soldado del ejército de liberación”, dependiendo de si conviene o no que quien promueve el terror sea catalogad de una forma u otra.
Quizás el truco más común entre los políticos consista en lanzar promesas difusas. “Somos la solución”, proclamarán sin rechistar una y otra vez. ¿Cuál solución? ¿Dónde está? ¿Cuál es? Pregúnteselo usted mismo la próxima vez.
Crear un enemigo común e identificarse con el público: Ellos son los malos y nosotros los buenos, (En esto, los de la rosa y los doberman son verdaderos expertos.)
Cuando parece que no queda ningún argumento, siempre hay uno al que se puede recurrir: “Como lo sabe todo el mundo, no hay nadie que opine lo contrario…” (Es entonces cuando usted se convierte en don nadie.)
Uno formula una opinión y la presenta de manera tan obvia que cuestionar esta verdad absoluta te hace parecer un pardillo: “El aborto es un derecho que tiene la mujer y esto no es cuestionable: es su cuerpo y es su vida” (Da igual si hay o no vida allí dentro.)
“¿Vamos a permitir que nuestros jóvenes caigan en la droga? ¿Vamos a dejar que nuestros mayores se mueran de hambre?” La respuesta a una pregunta retórica hace que el espectador reaccione e interactúe identificándose con el emisor del mensaje.
Es muy fácil decir que el argumento del oponente no tiene validez: basta con decir que no tiene nada que ver con lo que se está tratando. Esto suele coger desprevenido al oponente, que si no es de verbo ágil o no domina el tema a la perfección, se mostrará dubitativo, mostrará inseguridad y hará que su argumento quede vacío, mientras su contrario le ganará la partida.
Cuando el que habla muestra evidencias tan claras que es imposible negarlas, el político experto ahoga el argumento válido, aceptándolo, pero condicionándolo: “Tiene usted razón, pero ahora mismo no toca: hay otras prioridades”.