Ha dado la vuelta a España –y a Europa– la imagen de ese ciudadano vasco que ha roto a mazazos una "Herriko taberna" después de que los proetarras destruyeran su casa. Al calor de esas imágenes se ha planteado un problema elemental de ética política: ¿ese hombre ha hecho bien o ha hecho mal? Una sociedad sorprendentemente domesticada parece inclinada a pensar que ha hecho mal. Otros, por el contrario, creen que la actitud de ese hombre es muy lógica: ha aplicado un principio elemental de autodefensa, es decir, de defensa de la propia libertad, frente a un enemigo cuyos desmanes quedan siempre impunes. Materiales para el debate.
Hay un cierto tipo de libertad que se lleva dentro: la libertad primaria, la libertad elemental, la que da lugar después a todas las teorías y a todas las filosofías. Esa libertad originaria puede enunciarse así: “Yo soy mi dueño”.
Al mismo tiempo, la vida en comunidad nos empuja a recortar o, más exactamente, a modelar esa libertad y adaptarla a las cosas. Cedemos parcelas de libertad en beneficio de la pareja, en beneficio de la prole, en beneficio del prójimo; también obligados por la supervivencia y empujados por el deseo de seguridad. Este sacrificio de la libertad personal en beneficio de la comunidad es tan elemental y originario como la libertad primera: forma parte de la esencia misma de la naturaleza humana, que no es ni individualista ni colectivista, sino que perpetuamente busca un equilibrio entre esos dos polos. Jünger lo expresaba como una tensión eterna entre el “organismo”, que por naturaleza tiende a la libertad singular, y la “organización”, que por naturaleza tiende a la seguridad colectiva.
El sacrificio de la libertad no es en sí mismo un mal; siempre y cuando sea voluntario. Hay pocas cosas más excelsas que el sacrificio voluntario de la libertad personal en el altar de un bien superior: un ideal, un proyecto comunitario, el amor al prójimo, la supervivencia de la comunidad… El altruismo no es otra cosa que eso: una forma elevada de decir “yo soy mi dueño” –tan elevada que se eleva por encima del propio yo. Pero para que sea tal, siempre es imprescindible el requisito de la voluntad; si no, si el sacrificio de la libertad es impuesto, entonces nace la injusticia.
En sociedades como la nuestra –desarrolladas, tecnificadas, artificiales, donde se ha perdido ya de vista el sentido originario tanto de la libertad como del sacrificio–, no siempre es fácil ver dónde queda la libertad. Hemos entregado nuestra supervivencia a estructuras anónimas –el mercado, el sistema de producción, el ámbito laboral– y hemos entregado nuestra seguridad a construcciones sin rostro –el Estado, que se arroga el monopolio legal de la violencia. Nos queda, empero, un reducto inviolable de libertad que es la conciencia, lo cual no se reduce a los pensamientos en nuestro fuero interno, sino que se extiende a lo moral, al sentido que damos a nuestra vida y a la vida de los nuestros. Ese último reducto no podría sacrificarse sin caer en un auténtico suicidio moral. Por eso es tan importante la objeción de conciencia a un intento de adoctrinamiento estatal como es la asignatura “Educación para la Ciudadanía”, por ejemplo. Pero de esto hablaremos otro día.
Y bien: ¿qué ocurre si aquellas estructuras anónimas a las que hemos entregado parcelas importantes de nuestra libertad –nuestra supervivencia física, nuestra seguridad– no ejercen su función? ¿Qué ocurre cuando nuestra supervivencia y nuestra seguridad quedan expuestas a la depredación de un tercero, individual o colectivo? En principio, la Justicia debería funcionar para remediar el problema. Pero si la Justicia no actúa, entonces la persona queda desamparada. Y a una persona desamparada es difícil negarle el derecho a la autodefensa. Por volver a los términos de Jünger: cuando la organización no funciona, el organismo debe defenderse por sí solo. No es sólo su derecho; es también su deber.
Vamos ahora al caso del hombre de la maza. En cualquier otra parte de España, su actitud habría merecido discusión: hay que confiar en la acción de la policía y los tribunales. En el País Vasco, no. Todos sabemos que en el País Vasco hace muchos años que una minoría violenta depreda la supervivencia y la seguridad ajenas sin que el Estado –la “organización”– actúe de manera suficiente. Más aún: la violencia de esa minoría parece haberse convertido en parte del paisaje, como si la casta política dominante contara con ese elemento perturbador dentro de su propia estrategia de poder. En una situación así, ¿quién tiene verdaderamente derecho a reprobar una defensa primaria de la libertad personal?
Sólo una sociedad definitivamente domesticada puede sentirse amenazada por un gesto de libertad: a las gallinas siempre les humilla la sombra de las rapaces. El problema de la sociedad española en general, y de la sociedad vasca muy en particular, es que estamos irremediablemente domesticados. La atmósfera del establo sería tolerable –no digo que hermosa; simplemente tolerable– si el granjero se preocupara por nuestro bienestar. No lo hace. Y si no lo hace, nadie tiene derecho a impedirnos que rompamos las cadenas.
El problema no es que un hombre haya roto un bar con una maza; el problema es que quien tiene que defender a ese hombre ha abdicado de su función. No es una circunstancia nueva en la historia del género humano: cuando el orden colectivo fracasa, por ineficaz o por injusto, es legítimo buscar en la libertad singular una forma alternativa de orden. Éste es hoy el caso.