Hemos visto lo fácil que se desestabiliza el orden global ante una pandemia. Cuando el pánico nos invadió, los gobiernos rápidamente volvieron a una rígida protección nacional. Aunque este método extremo de aislamiento ciertamente no puede ni debe ser permanente, la experiencia sirve para recordarnos los riesgos de una interdependencia global ciega y lo esencial que es un gobierno nacional fuerte. Aquí incluyo algunos pensamientos y observaciones:
La globalización se ha convertido en una realidad ineludible de nuestra vida moderna. La forma en la que interactuamos con el mundo se ha ampliado y acelerado gracias a los avances económicos y tecnológicos que hacen posible una red de esta escala. Antes de la revolución en la informática, la globalización tenía una función principalmente económica. Sin embargo, algo sucedió a lo largo de su trayectoria, alterando la intención inicial de contribuir al desarrollo internacional a través del libre comercio y el intercambio de información. Ahora, también está influyendo y alterando nuestro concepto de la comunidad y reemplazándolo por uno que está obstaculizando nuestra identidad nacional y responsabilidad cívica hacia nuestros países, ya sean países de nacimiento o de adopción.
Hay nuevas implicaciones sociales y políticas en este proyecto global que han aumentado su alcance e influencia desde los principios del siglo XX. En La Revolución Gerencial (1940), James Burnham de los Estados Unidos opino: “ocasionalmente, en la historia humana, los cambios tienen lugar tan rápidamente y son tan drásticos que el mismo marco se rompe y uno nuevo toma su lugar".[1] Este sentimiento resonó en varias sociedades. En La Rebelión de las Masas (1929), José Ortega y Gasset también escribió que la civilización del siglo XX podría resumirse en dos dimensiones: La democracia liberal y el “tecnicismo,” consecuencia de la unión entre el capitalismo, la industrialización y la ciencia experimental. Estas dimensiones hicieron que el hombre relegara su individualismo a una identidad colectiva, convirtiéndose en un “hombre de masas.” Es así como el individuo, nivelado y homogéneo de la sociedad europea, pasó a ser controlado por el hombre cosmopolita, al que Ortega y Gasset apodó el “señorito satisfecho.” En América del Sur, Nicolás Gómez Dávila expresó un sentimiento similar cuando escribió su aforismo: “en el estado moderno ya no existen sino dos partidos: ciudadanos y burocracia.”
Podemos retomar las críticas de todos estos autores. Los tecnócratas y los políticos cosmopolitas están fomentando la globalización por varias de las mismas razones que Burnham y Ortega y Gasset señalaron en sus libros: influencia política, ganancia económica y engaño utópico. Aquí podríamos agregar otro incentivo: una reverencia olvidada o deliberadamente ignorada por la vida cívica, la historia cultural, y la comunidad nacional. Como resultado, ya no es el caso que la globalización sea adecuada para el desarrollo de una sociedad o el fortalecimiento cívico de la nación. Al contrario, está creando una verdadera anomia nacional. El filósofo político Michael Sandel lo expresó de manera similar: éramos una sociedad con un sistema de mercado; ahora nos hemos convertido en una sociedad de mercado.[2]
Nuestro entorno se está volviendo cada vez más consumista, pero no sólo en un sentido material: estamos negociando nuestros principios políticos, morales y éticos en un mercado global, vendiéndolos al extranjero pero escasamente en casa; estamos borrando nuestra arquitectura cultural por edificios insípidos pero más funcionales (¿es la funcionalidad un valor mas importante que la estética?); y estamos cambiando las formas de vida de muchas personas para ser mas eficientes y productivos (sin clarificar en cuál es el fin de esta productividad y si contribuye a la realización humana).
Estos enfoques están creando una homogenización tanto estética como social similar a la que advirtió Ortega y Gasset, pero a un nivel mundial, cuyo motivo parece ser el mero movimiento económico. Sin embargo, lo que se está perdiendo no tiene precio.
La globalización es un proyecto que busca y requiere un nivel considerable de control sobre la política, la sociedad y la economía. No significa que los principios mercantiles de la globalización sean malos. Nuestra moral y nuestro sistema de mercado abierto contienen una bondad inherente que los hace adecuados para la mayoría de las sociedades en el mundo libre, tal es la premisa del liberalismo que engendró la globalización. Aun así, debemos considerar otra advertencia de Don Colacho: “El Estado moderno es la transformación del aparato que la sociedad elaboró para su defensa en un organismo autónomo que la explota.”
Es una tendencia y paradoja humana el ser socavados por nuestro propio ingenio. La popularidad del mercado global ha invertido la premisa del liberalismo, ya que el supuesto anhelo intrínseco del hombre por la libertad y la autorrealización puede ser fácilmente aplacado por el consumismo y materialismo que es facilitado por un mercado transnacional. Este deber personal del hombre es aún mas olvidado cuando ya no inculcamos un conocimiento propio cultural e histórico. Pero estas externalidades sólo surgen cuando renunciamos a nuestra independencia intelectual. Cito a Gómez Dávila de nuevo, quien dijo que una política sabia es el arte de vigorizar la sociedad y de debilitar al Estado.
Por lo tanto nos debemos preguntar: ¿podría un hiperenfoque en el avance global estar contribuyendo a una anomia nacional en las democracias liberales? A medida que las personas se vuelven cada vez más divididas nacionalmente a lo largo de las líneas políticas, también se están conectando internacionalmente por estas mismas razones, lo cual nos quita la obligación de tolerar y de sentirnos unidos a nuestro vecino. Al contrario, no queremos nada más que ser iguales. El deseo de la globalización esta basado en una farsa de igualdad porque sostiene que favorecer a los ciudadanos sobre los extranjeros no es ético; que las fronteras nacionales impiden la libre circulación de mano de obra y bienes que todos los países necesitan para aumentar su riqueza; que el objetivo de las políticas comerciales y de inmigración no deben ser en beneficio de ningún país en particular, sino para la raza humana universal. Estos puntos pueden sonar suficientemente razonables, pero para que el mercado global ejecute estos objetivos en todo el mundo significa que necesita disolver la fidelidad a la nación y por lo tanto, eliminar cualquier sentido de deber cívico hacia ella y de amor por sus particularidades.
Ignoramos los matices culturales e históricos que hacen que los problemas de cada nación sean distintos
Ignoramos los matices culturales e históricos que hacen que los problemas de cada nación sean distintos. El resultado son ideales erróneos sobre los tales “derechos humanos” que nos hacen descartar el contexto de nuestra nación con su historia, cultura y religión propia. Nuestra incapacidad de priorizar nuestras comunidades sobre nuestro progreso económico y tecnológico ha ayudado a las personas equivocadas a apropiarse y distorsionar estos problemas de una manera que es antitética a las sociedades libres. Estas brechas culturales entre las ciudades globalizadas y las casi globalizadas han persistido lo suficiente como para surgir hoy en un momento oportuno para el socialismo que está ganando adeptos ahora que los problemas de justicia social y las políticas de identidad dictan el discurso público. Estos pensamientos, por supuesto, vienen de una falsa idea sobre el fin del gobierno: La garantía de una vida cómoda a nivel material y fiscal (ésta sola es una forma de atraer al hombre para que renuncie a su autonomía de vida).
Para llevar este reclamo a su fin, concluyo que la multiplicidad no puede sobrevivir sin la nación. Es la mejor portada para las páginas de nuestro legado histórico y cultural. Una premisa subyacente del orden espontáneo del que se enorgullece nuestro sistema de mercado libre es que la pluralidad es natural, buena y necesaria para la innovación y el intercambio entre hombres. Pero la pluralidad solo puede mantenerse a través de la protección de los lazos locales que motivan a las personas a desarrollar y preservar su entorno particular. El problema con la globalización y nuestra anomia social, entonces, radica en el efecto que ésta tiene en la psique cívica: está eliminando nuestra conexión con nuestra tierra, lo que, a su vez, está teniendo efectos palpables en nuestra solidaridad nacional, nuestra obligación con nuestros vecinos y nuestras comunidades. La globalización nos pide elegir entre preservar nuestra multitud de culturas o adoptar la ideología del Multiculturalismo homogéneo. Este último es solo un artificio.
© The Imaginative Conservative
[1] James Burnham, The Managerial Revolution, (Harmondsworth: 1942). p. 18.
[2] Michael Sandel, What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets, New York, 2012, pp. 10-12.
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