La destrucción de la que nadie se atreve a hablar

Inmigración, grandes superficies y comercio

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JOSEP CARLES LAÍNEZ
 
En cualquier barrio de una ciudad española, sin buscarlos a propósito, usted va a encontrar un restaurante chino, una verdulería paquistaní, un bazar también chino, una frutería asimismo paquistaní, un döner kebab turco, e igualmente una cafetería china. Esto ocurre en un perímetro reducido, con los establecimientos casi tocándose, y da mucho que pensar sobre la rentabilidad de tales negocios. No sólo copan los ámbitos antes exclusivos de los europeos, sino que tienen a gala incumplir todo tipo de horarios: no existe el día de descanso, ni la hora fija de cierre (por supuesto, siempre más allá de las 21:30), no se sabe de la procedencia y calidad de sus productos, y, lo peor, no se les obliga a cumplir la ley, no sea que alguien acuse al gobierno de racista.
 
Por desgracia no hablamos del desierto, o de urbes de nueva creación, sino de ciudades donde había un tejido comercial claramente inserto en la estructura socio-económica, y donde el tendero era un elemento típico y entrañable (como el lechero de las películas norteamericanas de los 50). Aquella experiencia tan educativa para un niño de ir a comprar a las paradas de un mercado, donde en cada una de ellas había un saludo, una sonrisa, una broma, una cercanía y, a lo mejor, un caramelo o una aceituna de regalo, es algo que los pequeños de ahora no podrán vivir.
 
A diferencia de lo anterior, quien entre a comprar a los nuevos centros del comercio de barrio, se dará cuenta de que nadie habla la lengua, que no hay la menor atención profesional, que no saben qué tienen o qué no tienen, y que los productos son de calidad pésima (cuando no, de vez en cuando, retirados por el Ministerio debido a su peligrosidad en potencia.)
 
Nadie ha movido un dedo
 
El cambio se ha producido con rapidez, pero no de la mañana a la noche. Un día cerraba una frutería; otro, el del bar te decía que no podía más; dos meses después, fallecía el librero y su viuda había de clausurar el negocio; donde había un vídeo-club, ahora encuentras una verdulería… Sin contar las tiendas donde los dependientes son ya inmigrantes. Eso ha transformado de arriba abajo la imagen de nuestros barrios, la relación que cada uno de nosotros ha tenido con las calles que ha mamado. Nos han cambiado las ciudades desde fuera, y nadie ha querido mover un dedo para remediarlo.
 
Sin embargo, el cambio también se ha operado desde dentro. Y tenemos ejemplos muy concretos. No es que no existieran, a mediados de los 70, El Corte Inglés, Galerías Preciados…, pero se trataba de otro tipo de compras, e incluso llegaban a ser escapadas familiares, algo especial, una especie de premio en una tarde de sábado tras la película de “Primera Sesión”. Pero si uno iba de librerías, se dirigía a las clásicas, las de fondo, nunca a El Corte Inglés. Ahora mismo, la librería de este gigante internacional es la de mayor venta de todas las valencianas.
 
A El Corte Inglés se unen las grandes superficies y los grandes empresarios en el acoso al pequeño comercio. En Patraix, un barrio de la Ciudad de Valencia, sin ir más lejos, a comienzos del siglo XXI, uno se encontraba en una sola plaza con una papelería-librería, una imprenta rápida y una tienda de ultramarinos. En 2007, esto se había transformado en una inmobiliaria, una inmobiliaria y una inmobiliaria (además del döner kebap turco, faltaría más.) La facilidad de tenerlo todo junto, la competencia desleal no regida por el Estado, y la necesidad de muchos de encontrar trabajo, ha llevado a grandes cadenas de supermercados a sustituir a las empresas familiares.
 
Siempre nos saldrá el típico progre que defienda el cambio, porque el mundo no se para, dirá; la diferencia es que en este tema no hay ningún cambio, sino destrucción de lo que es nuestro, y, además, quizá definitiva. ¿Qué hay de bueno en ello?
 

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