Solo el “áristos” salvará a la democracia

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La necesidad en democracia del “áristos”, del excelente que se impone por su mera virtud y su imprescindible anonimato.

Considero la saga de películas sobre el superhéroe Batman, dirigida por Christopher Nolan, y en especial la titulada El Caballero Oscuro, un acontecimiento cultural histórico. En ella se reivindica la aristocracia, el eterno, por necesario, áristos, es decir, se reivindica al excelente, al mejor.

Pero el motivo de que la filmografía del director inglés sobre el clásico superhéroe alcance categoría histórica se debe a que prefigura una aristocracia nueva, la única posible en un sistema político regido por las leyes de la democracia, que el Poder estaría encantado de que se generalizase como forma de salir del marasmo en el que nos encontramos.

La fe en los sistemas democráticos se basa en la glorificación de la soberanía de la voluntad popular, la cual delega periódicamente su omnipotencia en una clase política que ejerce la función de gobernar.

La consecuencia de la delegación de la soberanía es que los representantes de ésta se convierten en soberanos temporales.

La consecuencia de la delegación de la soberanía es que los representantes de ésta se convierten en apoderados plenipotenciarios, en soberanos temporales, porque actúan en nombre de la totalidad, y por tanto ningún interés particular se podrá alzar contra ellos, los guardianes del bienestar del conjunto.

¿Consideran irracional, a la luz de los hechos cotidianos, el argumento de que pueda existir una voluntad general que, además, sea soberana; es decir, última instancia decisoria, aunque sea por mediación de sus representantes? Me permito recordarles que el dogma de la infalibilidad de los monarcas fue uno de los basamentos de la legitimidad monárquica durante siglos, por lo que está probado que los dogmas no sucumben porque estén ayunos de razón.

Y la soberanía de la voluntad popular es un dogma de los sistemas políticos donde el Poder se atribuye por medio de la elección popular, que cualquier grupo o facción que alcance el Gobierno debe comprometerse a cumplir…  aunque no sea posible.

Ahora bien, la inescrutable voluntad general rousseauniana no puede ser representada, constituyendo este dilema el nudo gordiano del malestar de las estructuras de poder constituidas por sufragio universal, pues ofrecen lo que no tienen, es decir, representatividad, ¿o acaso puede ser representado algo que se desconoce qué es?. No obstante, la mayor o menor legitimación de un sistema político no es nuestro problema hoy.

Lo que sí nos interesa destacar es que ante el dogma de la soberanía popular no cabe aristocracia de ningún tipo, pues ésta no puede sustituir al Gobierno elegido por la voluntad general. Perfecto.

Sin embargo, las democracias de masas necesitan la intervención decisiva del áristos al que nadie ha llamado ni elegido, aunque tenga que permanecer oculto porque la creencia en la soberanía de la voluntad general así lo demanda.

La necesidad en democracia del áristos, del excelente que se impone por su mera virtud, y su imprescindible anonimato, lo ilustran dos películas: El caballero oscuro, de Christopher Nolan, y uno de sus precedentes, El hombre que mató a Liberty Valance. En la segunda, John Wayne salva a la ciudad dos veces: cuando mata al tirano Lee Marvin, pero también cuando impide que éste se autoproclame representante del pueblo, en contra de la asamblea local.  

Es el aristócrata pistolero el que garantiza la pureza de la elección popular, y es el mismo aristócrata pistolero el que permite que la violencia ilegítima no acabe con la vida del representante elegido.  

El precio del áristos es terrible: el silencio, la muerte civil, la aceptación de la mentira… Y todo ese sacrificio —¡válgame Dios!— para que el mito de la soberanía, de la omnipotencia de la voluntad general permanezca impoluto.   

Así, el Caballero Oscuro, de Christopher Nolan, se inmola para que el malvado, el asesino representante de la voluntad popular, siga conservando la aureola de líder beatífico que salva a la ciudad del Mal.

Curioso.

Es obvio que el político asesino no puede representar los intereses de un pueblo digno; que el pueblo se equivocó al elegirlo, y que sólo el héroe, el caballero aristócrata, es el que protege a la ciudad, pero esto debe ser mantenido oculto para que los ciudadanos sigan creyendo en la sabiduría de sus elecciones, en sus representantes y en su sistema. 

Desasosegante, además de curioso.

Una de las virtudes de la aristocracia era su ejemplaridad pública. Ya no. El héroe, el aristócrata por excelencia, tiene que ser un caballero inevitablemente oscuro en aras a garantizar la continuidad de un principio, la soberanía de la voluntad general, obsoleto, incapaz de sobrevivir por sí mismo, necesitado de la ayuda de aquello que lo desmiente: el áristos privado, desconocido, inelegible.

La legitimidad monárquica cayó cuando la infalibilidad de los reyes quedó desnuda.

La legitimidad de las democracias basadas en el mito de la voluntad general será destruida en cuanto su ajado edificio ideológico deje de ser sostenido por Caballeros Oscuros.   

Antes de que la ausencia de legitimidad de los vigentes sistemas políticos de nuestro entorno sea campo abonado para el infantilismo de los revoltosos, necesitamos que la áristos demuestre que lo perentorio no es salvar el prestigio de un mito exangüe, sino dejar en evidencia la superioridad de un sistema político donde la voluntad general no sea la excusa de la tiranía, de la iniquidad. Demostrar, en fin, la necesidad de sistemas políticos contra la soberanía de la voluntad general, la necesidad de Gobiernos Limitados.  

Tarea apta sólo para héroes, quizás el Batman IV, de Christopher Nolan.

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